LA MALDAD O ALGO PARECIDO

 
(Fernando Lalana)
OCTUBRE: RIBALTA

UN ERROR
Este fin de semana ha sido un error. Un completo error.
Solo a mí me podía ocurrir viajar hasta Valencia, sin previo aviso, para intentar darnos una última oportunidad. Una posibilidad de reconciliación. ¡Qué estupidez! Tendría que haberme rendido a la evidencia de que lo nuestro se acabó hace tiempo. Sin remedio. Sin vuelta atrás.
Ahora lo recuerdo y me parece imposible haber dicho y hecho lo que he dicho y hecho. Ha resultado patético. Vergonzoso.
-¡Álex...! ¿Qué... qué demonios haces aquí? –me ha preguntado al verme ante su puerta, mientras abría de par en par sus ojos enormes y pardos; esos ojos que para mí siempre han resultado irresistibles, desde el día en que nos conocimos.
Su desconcierto y su turbación han resultado totales, casi angustiosos. Y es que, al parecer, le había faltado tiempo para embarcarse en una nueva relación, así que el encuentro-sorpresa con el que yo confiaba en restañar nuestras heridas sentimentales, ha resultado ser una incongruente conversación a tres y, por tanto, un verdadero despropósito.
En fin, ha pasado lo que tenía que pasar, ni más ni menos.
Tras el disparate, no he visto otra salida que bajar al bar de la esquina para intentar aclarar mis ideas a base de cerveza y anchoas en salmuera.
Luego, he ido andando –de un modo un tanto vacilante, claro está- hasta la estación del Nord, he consultado los horarios, he sacado billete para el siguiente tren regional con destino Zaragoza, me he comprado un periódico –no sé cuál, porque no me he enterado de nada pese a leérmelo de cabo a rabo mientras esperaba que se hiciese la hora de la salida- y, por fin, he subido a bordo del automotor –clase única, sin cafetería- que ahora me lleva de vuelta a casa desgranando su rugido diésel por las sierras del sur de Teruel y que en mis oídos suena como un lamento interminable.
Me gustaría dormir, pero no puedo.
El otoño avanza y la tarde resulta desapacible. Sobre nuestras cabezas se está formando una tormenta de cuidado. La calefacción del tren me está socarrando, inmisericorde, la pantorrilla derecha.
Al principio del viaje, el paisaje resultaba grato y marítimo. En los primeros minutos, avanzábamos con rapidez y suavidad, paralelos a la orilla del Mediterráneo, proa al norte. Yo podía mirar lejos, hacia el horizonte límpido e infinito, y vaciar así la cabeza de malos pensamientos.
Pero, tras la parada en Sagunto, hemos reemprendido la marcha en sentido contrario y, casi de inmediato, el tren ha girado a la derecha -rumbo noroeste- abandonado el litoral para comenzar a trepar hacia el interior, en busca primero de Segorbe y de Teruel después, a través de rampas durísimas, entre trincheras y bosquecillos, sobre carriles antiguos y mal asentados que provocan un balanceo angustioso de los dos coches del automotor.
En el mío, que ahora es el que circula en cola, viajamos doce personas que, por lo que veo, hemos procurado sentarnos lo más alejadas posible unas de otras.
Hay un tipo gordo, con pintas de charcutero, que no me quita la vista de encima. Me inquieta su mirada bovina y sanguinolenta. Me repele su pelo entrecano y grasiento. Tras el cambio de sentido efectuado por el tren en Sagunto, me encuentro viajando de espaldas a la marcha. Me mareo, pero no quiero cambiar de asiento. No quiero que el charcutero piense que es él, con su mirada de vampiro gordo y seboso, quien me ha obligado a hacerlo. O quizás lo que ocurre es que no quiero darle la espalda, porque pienso que si él sacase de repente de entre sus ropas un cuchillo de charcutero y viniese hacia mí dispuesto a rajarme, a abrirme en canal como un ternasco, no podría darme cuenta con la suficiente antelación. No tendría tiempo de huir.
Ni hablar. Vamos mejor así, charcutero asesino. Frente a frente. Sin perdernos la mirada. Aunque la náusea remota empiece a aflorar. No vas a sorprenderme. Ni lo sueñes.
Atravesamos bosquecillos de carrascas que, de cuando en cuando, se abren en pequeños campos de cultivo de formas casi inverosímiles, que buscan aprovechar hasta el menor recoveco entre las breñas que los delimitan.
También de cuando en cuando, se atisba –se intuye, más bien, en la lejanía difusa- un mas, una masada, una de esas casas de labranza aisladas de todo y de todos, sin luz eléctrica, sin agua corriente, sin apenas otra cosa que una senda polvorienta para comunicarse con el mundo. Un mundo representado por el pueblo más cercano, siempre minúsculo y pobre, al que antaño se bajaba una vez por semana en busca del pan y de algún otro artículo imprescindible que el propio mas, sus campos y sus animales no podían producir.
Seguramente, todas las masadas que puedo divisar a través de la ventanilla ya estarán abandonadas. Apenas quedan masoveros en Teruel, dicen. Los hijos de los masoveros siempre se van para no volver. De niños, pasaban los cursos escolares internos en la escuela-hogar más cercana. En lugares como Cantavieja o Albarracín. Allí aprendían pronto que estudiar era la mejor forma de huir del mas. El bachillerato, en la capital. O, mejor aún, en la gran Zaragoza. Y, de ahí, al primer trabajo o a la Universidad. Tan lejos como fuera necesario. Volver, nunca. Hace tiempo, decenios, que regresar no es ya una opción.

Los matrimonios quedaban solos en la masada. Luego, en algún momento nunca muy tardío, llegaba la muerte para uno y la soledad total para el otro.
Se cuentan historias espantosas sobre los masoveros. Historias de muerte, de soledad y de locura.
El charcutero se ha dormido con la boca entreabierta y un asqueroso hilillo de baba le brota desde la comisura izquierda de los labios. Me alegro de que los motores del tren sean tan ruidosos; así no lo oigo roncar.
Fuera, la tarde se precipita en brazos de la oscuridad. El sol casi se ha puesto, de modo que, dentro de poco, el paisaje exterior habrá fundido a negro y mi mundo quedará reducido a este vagón de tren y sus doce habitantes.
Es en ese instante cuando lo veo. Algo fuera de lugar, inaudito, que rompe la monotonía y el equilibrio del paisaje. Dura solo un momento. Dos, tres segundos, quizá. Pero la imagen queda grabada en mi retina con la nitidez de una buena fotografía. Cierro los ojos pero la escena permanece ahí. Clara y perfecta.
Al darle sentido, al interpretar esa visión fugaz, siento una punzada en el estómago antes de que mi corazón se lance a galopar.
Trato de serenarme, pero lo que me inunda son motivos para todo lo contrario. Por supuesto, dudo. Lo lógico es dudar. Lo que he creído ver hace un instante es tan improbable que he de pensar en un error de mis sentidos. ¿Una alucinación, entonces? Jamás las he sufrido, que yo sepa. Respiro hondo y me froto los ojos, pero lo sigo viendo claro y no logro darle otra explicación, por más que me esfuerzo.
Si algo tiene el aspecto de una silla, lo lógico es pensar que se trata de una silla, ¿no? Y si ves algo que parece un muerto, lo lógico es...
Me levanto del asiento y lanzo una mirada circular. Cuatro de los pasajeros, incluido el charcutero, dormitan. Y todos los demás viajan en el sentido de la marcha; solo yo lo hago de espaldas, así que las posibilidades de que alguien más haya visto lo que yo he visto, son mínimas. Desde luego, ninguno de mis compañeros de viaje manifiesta la menor muestra de agitación. Solo dos ancianos, sentados a cuatro filas de mí, al otro lado del pasillo, han empezado a mirarme con curiosidad, sin duda extrañados por mi actitud.
Me levanto y paso apresuradamente al otro coche, el que circula en cabeza, en busca del interventor, pero no descubro más que a otros ocho viajeros tan indiferentes al motivo de mi desazón como los once anteriores.
-Perdona, ¿sabes dónde está el interventor?
Le pregunto a una chica algo mayor que yo, que me mira con desconfianza y niega, enseguida, con un gesto de la cabeza y un leve alzamiento de hombros.
Me dirijo entonces a la parte delantera, a la cabina del conductor. La puerta está cerrada, así que la golpeo repetidamente con los nudillos, hasta que, segundos más tarde, tras escucharse el chasquido de un cerrojo, se abre dos palmos. Al otro lado, aparece la cara algo abotargada del interventor. A su espalda, sentado en el puesto de conducción, el maquinista se ha girado hacia mí y me mira por encima de su hombro derecho, con el semblante pintado de curiosidad.
-¿Qué quieres? –pregunta el revisor, afilando la mirada.
Es un tipo grande, de semblante agrio, con aspecto de tener unos cincuenta años y muy malas pulgas.
-Disculpen que les moleste pero... he visto.... creo que he visto... a una persona muerta. Un cadáver.
-¿Qué? –exclama el hombre, abriendo la puerta por completo-. ¿Qué estás diciendo? ¿Un muerto? ¿Dónde? ¿Aquí, en el tren?
-No, no... ahí fuera. A unos... no sé... a unos cien metros de la vía, en medio del bosque. Era una mujer.
-Una mujer en medio del bosque –repite el empleado de Renfe-. ¿Y cómo sabes que estaba muerta?
-Bueno... lo supongo. Estaba colgada de un árbol por el cuello. Aunque, ahora que lo pienso... quizá... tal vez hubiera una posibilidad de que no estuviera muerta todavía. Pero... ¡qué digo! Por supuesto que sí. Estaba muerta. Llevaba puesto una especie de camisón largo y blanco, hasta los tobillos. Al verla, he sabido al momento que estaba muerta. Sin duda.
Los dos hombres se miran entre sí, intercambiando su escepticismo.
-Les estoy diciendo la verdad –concluyo.
El revisor carraspea. Mira por encima de mi hombro y, supongo, detecta inquietud entre el resto de los pasajeros. Me hace una seña para que entre en la cabina. Cierra luego la puerta.
El espacio es pequeño para los tres. Me indica que ocupe el asiento del ayudante, a la derecha del conductor. Ahora, en los trenes, el maquinista ya no tiene ayudante.
-Comprenderás que eso que dices no tiene mucho sentido.
-No sé si tiene sentido o no –le interrumpo-, pero yo sé perfectamente lo que he visto.
-Una mujer en camisón, ahorcada de un árbol.
-Eso es. Muy blanca de piel y con el pelo largo y negro.
-¿Te encuentras bien? Quiero decir... ¿No habrás tomado alguna cosa...? En fin, ya sabes: algún canuto o algo. O una de esas pastillas que tomáis ahora los jóvenes para aguantar despiertos toda la noche.
Aprieto los dientes antes de responder.
-No. Nada de eso –digo, con aplomo.
El hombre me mira y parpadea durante unos segundos.
-¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que la has visto?
-Muy poco. Dos minutos. Tres. Tres minutos, ya, seguramente.
-Sebas –dice el revisor, dirigiéndose al maquinista- toma nota del punto kilométrico para descontar la distancia que hayamos recorrido en esos tres minutos. Y alcánzame el teléfono del tren-tierra.

NOVIEMBRE: ANDRADE

REENCUENTRO
Había pasado una noche toledana.
Parece mentira hasta qué punto la edad debilita el organismo humano. Hubo un tiempo en que podía tomarme media docena de cubalibres tras el postre de la cena y funcionar al día siguiente como si nada.
En aquella ocasión, sin embargo, solo fueron tres cervezas y dos miserables gin-tónic, lo juro. Pero a la mañana siguiente me tuve que tirar de la cama y arrastrarme sobre los codos para llegar hasta el cuarto de baño; y, después de esa proeza, pasar diez minutos bajo la ducha antes de conseguir despegar los párpados.
Sufría una resaca de hipopótamo alcohólico adulto, a pesar de lo cual abrí mi despacho casi a la hora habitual. Eso sí, de inmediato, me tumbé en el sofá esperando que la habitación dejase de dar vueltas y que no apareciera ningún cliente en toda la mañana. No me pareció mucho pedir. Era justamente lo que había ocurrido durante las últimas tres semanas; ni un miserable caso que llevarme a la boca. Pero nada de nada. Ni buscar a un perro perdido.

Sin embargo, apenas había transcurrido media hora cuando escuché la campanilla de la puerta. Recuerdo que me dije: ¡será posible...! ¿Tiene que ser precisamente hoy?
Me tiré del sofá y me dirigí trastabillando hasta mi sillón, tras la mesa principal. Me desplomé sobre él y simulé tomar notas en un cuaderno. Sin embargo, la maldita estilográfica no funcionaba; o eso pensé hasta darme cuenta de que la había cogido al revés y estaba tratando de escribir con la contera del capuchón.
De inmediato, vislumbré a contraluz una silueta en el vestíbulo; la de un tipo alto y de buena planta que miraba a un lado y otro con aire dubitativo.
-¡Es por aquí! Pase, pase, adelante –exclamé, entre dos carraspeos, con una voz que no me pareció la mía.
El recién llegado entró por fin y fue entonces cuando lo reconocí. Muy sonriente, avanzó hasta situarse frente a mi mesa, y se cuadró militarmente, taconazo incluido.
-¡A sus órdenes, mi primero! –exclamó, con una sonrisa deslumbrante, como la del gato de la Alicia de Carroll.
Era Carlos Mercantil. Hay que fastidiarse...
El día anterior, en la reunión del aniversario, me alegré de verlo. Pero que se hubiera presentado esa mañana allí, en mi despacho, ya no me hacía maldita la gracia. A saber qué pretendía.

MERCANTIL
Carlos fue protagonista de una de las etapas más cortas pero más intensas de mi vida. Llevaba yo casi diez años trabajando en la policía local de mi pueblo cuando sufrí eso que llaman una crisis de identidad. Traducido al cristiano, significa que te levantas una mañana y le preguntas al rostro del espejo: ¿Pero tú quién eres?
Y el rostro del espejo te responde: ¿Y quién quiere saberlo?
Ese mismo día decidí que no quería seguir poniendo multas de aparcamiento, me lié la manta a la cabeza y me apunté a la Legión. Firmé contrato por dos años. A los seis meses de mi ingreso, mis superiores me animaron a hacer el curso de cabo y, poco después, el de cabo primero, aduciendo que apreciaban en mí cualidades de mando superiores a las que mostraban la mayoría de mis compañeros, más dados a la obediencia ciega, sorda y muda.
Aprobé ambos exámenes sin dificultad y, casi de inmediato, con el galón amarillo recién cosido en la manga, me destinaron a Afganistán. A la base de Herat.
Allí fue donde coincidí con Carlos Mercantil, el único soldado de mi pelotón que estaba allí por decisión propia. Era periodista, pero una complicada situación familiar lo llevó a enrolarse en el Tercio y, apenas llegado a Melilla, a presentarse voluntario para ir a Afganistán. Supongo que imaginaba aquella misión como una especie de apasionante corresponsalía de guerra.
Para mí, la experiencia afgana duró poco. Aunque fuimos para cumplir un período de ocho meses, fue a las pocas semanas, circulando en un convoy, cuando sufrimos una emboscada de los talibanes. Nuestro blindado de ruedas pasó sobre una mina y la consiguiente explosión lo hizo volcar. Carlos Mercantil, que lo conducía, resultó ileso pero quedó atrapado en el vehículo. Y yo decidí permanecer junto a él, mientras ordenaba desplegarse al resto del pelotón para que buscasen refugio en el exterior.
El apoyo aéreo tardó quince minutos en llegar. Fueron los quince minutos más largos y angustiosos de mi vida. En medio de un tiroteo feroz, recibí un disparo de los talibanes en el muslo. Y, en el resto de mi organismo sufrí más de medio centenar de heridas causadas por esquirlas procedentes de la explosión cercana de varias granadas de fusil.
Estuve diez días en el hospital de la base. Carlos, que finalmente fue rescatado con solo rasguños, pasó a mi lado todo el tiempo que pudo. Cada tarde, en cuanto quedaba libre de servicio, se sentaba junto a mi cama y me leía algún libro o las noticias de los periódicos de España o, simplemente, permanecía allí en silencio, mientras yo dormía. Al cabo de una semana, cuando ya me sentía mejor, charlábamos todo el rato de asuntos cada vez más personales. Hasta que yo me percaté de que aquello tenía visos de acabar en algo más que una buena amistad.
La culpa del inesperado desenlace la tuvo un capitán médico, que entró de improviso en el box y nos pilló a Carlos y a mí besándonos apasionadamente.
Los ejércitos de muchos países suelen presumir de haberse modernizado y de ser mucho más abiertos y liberales que antaño. Es una verdad muy relativa.
La noticia corrió como la pólvora por todo el campamento y los médicos de la base decidieron al día siguiente que mi estado había empeorado inesperadamente y que resultaba necesario evacuarme a España de inmediato.
De regreso a la madre patria, pasé otros quince días en el hospital Gómez Ulla y, tras darme de alta, me concedieron una licencia por los meses que me quedaban de contrato. Vamos, que me echaron a la calle, aunque me mantuvieron el sueldo hasta el final. Al cabo de un tiempo me telefonearon para comunicarme que me habían concedido no sé qué condecoración, por haber sufrido heridas en combate. Les dije que se metieran la condecoración por el culo.
A Carlos Mercantil supe que, tras cumplir el período previsto en Afganistán, lo destinaron directamente al Tercio de Canarias. No sé si lo presionaron o fue decisión suya, pero no volvió a ponerse en contacto conmigo. No hubo ni una carta, ni una llamada... nada en absoluto. A lo mejor para él lo nuestro no tuvo ninguna importancia. Para mí sí la tuvo. Tardé mucho en olvidar aquel beso. Y no volví a saber de él.
Hasta anoche.
Se cumplían cinco años del regreso de nuestro contingente y a un sargento mayor llamado Brambilla, se le ocurrió organizar una cena de celebración.
Allí aparecimos casi todos. Más de la mitad aún seguían en el ejército; el resto nos habíamos buscado la vida por lo civil.
Cuando yo llegué al restaurante, allí estaba ya Carlos Mercantil. Lo diré: tan atractivo como cinco años atrás. Más aún, quizá.
Cruzamos solo unas palabras de cortesía, como lo hicimos con otros compañeros. Y esos compañeros cruzaron entre sí y a nuestra costa miradas y sonrisas burlonas.
En todo caso, ahí quedó la cosa.
Y ahora, esta mañana, va y se presenta en mi despacho.

DESAPARECIDA
-¿Se puede saber qué haces aquí?
Tomó asiento frente a mí, sin que yo se lo ofreciera.
-Me gustaría contratar tus servicios –dijo entonces, sin ningún preámbulo-. Juan Gálvez me dijo ayer que habías abierto una agencia de detectives.
Traté de mirarlo con odio aunque no creo que lo lograse. Sin embargo, sí procuré que mi negativa sonase tajante.
-Ni lo sueñes. No pienso trabajar para ti. Me partiste el corazón en Herat, he pasado cinco años sin noticias de ti, a pesar de que ayer me enteré por nuestros antiguos compañeros de que estamos viviendo desde hace meses en la misma ciudad. ¿Y ahora vienes a que te eche una mano? Que te den, Mercantil.
Carlos permaneció unos segundos inmóvil. Luego, se alzó de hombros al tiempo que se levantaba de la silla.
-Lo siento. Ya veo que me he equivocado.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta; pero antes de que saliese, lo detuve con un carraspeo.
-Sin embargo... habida cuenta de la enormidad de la crisis económica que atravesamos y del hecho incuestionable de que no tengo ni un solo caso nuevo que llevarme a las manos desde hace más de un mes... creo que aceptaré tu encargo. Siempre que no se trate de un lío de faldas ni de un asunto turbio, claro está.
Se había vuelto de nuevo hacia mí y me miraba con su irresistible media sonrisa en la boca. Regresó para sentarse de nuevo en la silla.
-Pues no sabes cómo te lo agradezco, Lola.
-Por Dios, no me llames Lola, te lo ruego. Para ti soy Dolores. Lola es solo para los amigos.