EL SARGENTICO Y LA BAILARINA

 
(Fernando Lalana)
Érase que se era una juguetería para mayores; de esas donde es posible encontrar maquetas militares, trenes eléctricos y casitas de muñecas.
Cierto día de primavera consiguió aparcar en la cercana zona de carga y descarga -milagrosamente libre-un bonito camión de reparto.
-¡Oiga! -preguntó el mozo, empujando el carretillo-. ¿Dónde le dejo estos bultos?
-Allí -respondió el dueño de la juguetería, que se llamaba Cosme-. Junto a esas cajas de soldados de plomo.
Los bultos no eran otra cosa que maquetas a escala uno-doce del teatro de la Ópera de Moscú, con todo su personal y la compañía del ballet Bolshoi al completo. Una bagatela al alcance del bolsillo de cualquier funcionaria soltera jubilada del Ministerio de Hacienda.
Y así, de esa manera casual en que suceden todas las cosas en esta vida, fueron a coincidir en la misma estantería el cuerpo de baile del Bolshoi y el Tercero de Fusileros del Cabezo Buenavista, al mando del mismísimo General Palafox. Y hubo tres docenas de flechazos amorosos entre soldados y bailarinas.
Un sargento de fusileros se fijó de inmediato en una preciosa bailarina de la última fila. Y decidió tirarle los tejos.
-¡Chata! Por ti, ahora mismo cambiaba el máuser por unas mallas de color morado. ¡Paulova! ¡Makarova!
La bailarina, apenas ruborizada, se dejó querer y, por fin, cuando el cielo de la ciudad cambiaba el azul por el gris marengo y don Cosme colocaba en la puerta del establecimiento el cartelito de "cerrado", se produjo el acercamiento final.
-¿Cómo te llamas, buen mozo?
-Me llamo Francho y soy de Zaragoza. ¿Y tú, preciosa?
-Yo me llamo Malgalita.
-¡Vaya nombre!
-Es que me han fabricado en China.
-¡Claro! Así se explica. ¡Oye, qué guapa eres!
-Tú tampoco estás mal. Un poco pequeñito, si acaso.
-Es que soy de escala uno-veinte.
-¡Claro! Así se explica.
Los dos rieron como cascabeles y se hicieron carantoñas pero pronto llegó la hora de las confesiones.
-Escucha, sargentico... El caso es que tengo un defecto de fabricación. Los chinos trabajan barato A?pero son un poco chapuceros.
La bailarina, impúdicamente, se alzó el tutú largo y la realidad se hizo palpable: Le faltaban casi todas las piernas. Todas menos una, para ser exactos.
El militarcillo, que a estas alturas estaba ya perdidamente enamorado de la bailarina, dijo lo que debe decir todo perdido enamorado que se precie.
-No te apures. Nadie es perfecto, vida mía.
La chica suspiró.
-Yo quería ser la primaballerina de la caja. Pero ahora me pondrán en el lateral de la última fila.
-¡Qué injusticia!
-¡Y tanto! ¡Seguro que hasta al bombero del teatro se le verá más que a mí! ¡Seré una artista eternamente ignorada!
-Quizá yo pueda ayudarte -aventuró entonces el heroico militar-. Podría darte una de mis piernas. No la necesito tanto como tú. A mí pueden colocarme en la maqueta como un herido, junto al cañón de Agustina de Aragón.
-¿Harías eso por mí?
-¡Pues claro! Se lo diremos al capitán médico, que siempre está deseando cortar y pegar.
-¡Gracias, Francho! Eres un sol.

Así lo hicieron. La operación fue un éxito y pronto la bailarina contó con su segunda pierna aunque, debido a la diferencia de escala -tanto social como geométrica- los problemas para utilizarla resultaban considerables. Cada vez que intentaba un grand jette o un tourendehor, se atizaba un tozolón de primera categoría.
Para colmo, el señor Cosme, el dueño de la tienda, pronto se apercibió del doble desaguisado.
-Estos chinos...
Dijo, mirando a la bailarina coja. Luego, miró al sargentico, también cojo, y murmuró:
-Estos valencianos...
Entonces, arrojó a la bailarina y al sargentico a la basura y puso a la venta el teatro de la Ópera de Moscú y el Tercero de Fusileros a precio de saldo.

Y así, aconteció que las bailarinas del Bolshoi acabaron en casa de una señora con seis nietos varones, que las utilizaron como proyectiles en sus batallas domingueras. Incluido el pobre Mijail Barishnikov.
Los soldados del General Palafox, por su parte, fueron adquiridos por un maquetista con mal de Parkinson que, tras embaduA?rnarlos hasta los sobacos de Super-Glue-3 en un vano intento de distribuirlos sobre el campo de batalla, acabó por arrojarlos a la chimenea, donde sus cuerpos de plomo se fundieron en una sola pieza con forma de empanadilla de atún.

Francho y Malgalita acabaron juntos, en un hermoso vertedero controlado, rodeados de moscas y roedores, de cartones de leche y de mondas de naranja; viven en una perpetua, aunque algo maloliente, luna de miel y son felices como codornices.

Moraleja: La felicidad nunca llega por rebajas.

Despedida: Colorín, colorado, este cuento se ha acabado. (Y aún no hemos merendado).