LA PÓLVORA DE FEBRERO
(Fernando Lalana)
FEBRERO DE 1981
SÁBADO, 14
DOÑA MARIANA, Q.E.P.D.
A veces, algunas de las veces en que la desazón se me come por dentro al recordar aquellos hechos terribles, pienso que la culpa de todo la tuvo doña Mariana Luzuriaga, aquella viejecita tan dulce, de cabellos del color del platino, casi azulados, tal como yo apenas la recuerdo, que tuvo la ocurrencia de dejarnos en herencia su palacio. Que, por cierto, era un auténtico palacio; no lo que aquí, en Aragón, llamamos palacios, que no son otra cosa que las mansiones que las familias adineradas se hacían construir en el XVII y el XVIII, todo ladrillo y piedra robada a la muralla romana, con aleros de madera tallada cuanto más grandes mejor, y enormes portalones para que los carruajes pudiesen entrar hasta el patio interior. No, nada que ver con eso, ya digo. El palacio Luzuriaga era otra cosa. Era un palacio como de cuento de hadas, con su torreón central y otras cuatro torres, mucho más altas, en las esquinas, y a cuyas espaldas se abría una finca que en tiempos tuvo que ser extensísima pero que los avatares de la reciente historia de nuestro país habían ido reduciendo poco a poco hasta dejarla en apenas una hectárea.
Recuerdo perfectamente y recordaré siempre -o hasta que el mal de Alzheimer me lo impida, supongo que dentro de poco- el día, era a principios de aquel febrero trágico y convulso del ochenta y uno, en que Natalia llegó entusiasmada a nuestro habitual ensayo de los sábados por la tarde y nos dijo, sin saludo ni preámbulo:
-¡Atención todos! ¿A que no sabéis qué? ¡Mi tía-abuela Mariana nos ha dejado el palacio!
EL PAÍS DE HEIDI
Oficialmente, los ensayos de los sábados empezaban a las cuatro en punto pero lo cierto es que la hora real la marcaba el final del capítulo del día de "Heidi", una serie japonesa de dibujos animados que causaba furor y que ninguna de nuestras compañeras -pese a haber cumplido ya la mayoría de edad- consentía perderse. Tanto era así que, a las pocas semanas de iniciado el serial, visto lo visto, también nosotros optamos por salir de casa coincidiendo con los títulos de crédito de aquella historia lacrimógena que paralizaba al país entero como solo eran capaces de hacerlo los discursos del presidente Suárez o los partidos oficiales de la selección nacional de fútbol.
Últimamente, solo Raúl, o en su ausencia Gonzalo, llegaban puntuales a la cita. Eran los únicos que tenían llaves de nuestro asqueroso local de ensayos de la calle Pabostría, un antiguo taller de confección de ropa laboral reconvertido con inversión cero en sede social del Teatro Incontrolado de Zaragoza y que, muy a nuestro pesar, desempeñaba también funciones de centro de ocio y esparcimiento de todos los gatos del barrio. Lupercio, un albañil autónomo que encerraba su furgoneta y sus aperos en la nave contigua, no se cansaba de recordarnos que era una suerte tener gatos en un lugar como aquel, porque donde hay gatos, no hay ratas. Sin embargo, las observaciones de Lupercio resultaban un pobre consuelo ante las dimensiones y consecuencias de aquella invasión felina que no lográbamos contener pese a poner todo nuestro empeño en ello. Como en aquella película de Alfred Hitchckok donde los pájaros se convertían en la encarnación del mal, los habitualmente adorables mininos se habían transmutado para nosotros en agentes de Lucifer y pesadilla permanente. Todo en aquel sitio apestaba a pis de gato, nosotros incluidos. Nuestros decorados eran famosos en todas las localidades adheridas al circuito escénico regional hasta el punto de que, en no pocas ocasiones, el pitorreo de los espectadores al respecto del aroma que emanaban nuestras representaciones rozaba la crueldad.
Total, estábamos del local de la calle Pabostría hasta la raíz del pelo; pero allí seguíamos porque era grande, sin vecinos a los que pudiésemos molestar y de alquiler bajísimo, condiciones indispensables para la supervivencia de un grupo de artistas tan radicalmente amateur como nosotros.
Aquel sábado, sin embargo, todo cambió de golpe.
El día amaneció esdrújulo, áspero, húmedo y metálico; y un mal presagio flotaba en el ambiente ya varias horas antes de la fijada para iniciar aquel tercer ensayo del año.
Durante las últimas semanas habían ocurrido en España cosas terribles y el país entero parecía deslizarse hacia el caos por un tobogán lubricado concienzudamente por oscuros sectores, fieles seguidores de la desaparecida figura del general Francisco Franco. Las autodenominadas "gentes de orden" comenzaban a comprobar cómo la larga prórroga de sus privilegios, amparada en la prevista perpetuación civil de aquel régimen militar basado en el rencor, se venía abajo irremisiblemente tras la concienzuda labor llevada a cabo por el rey Juan Carlos y el recientemente dimisionario presidente Adolfo Suárez; y parecían dispuestas a tratar de impedirlo por todos los medios. La joven democracia española se encontraba con el agua al cuello. Éramos muchos los que estábamos dispuestos a lanzarle un salvavidas; pero no eran pocos y sí muy poderosos, los que preferían obsequiarle una bola de plomo atada a los tobillos. El pistoletazo de salida hacia la libertad parecía haber despertado también a los pistoleros. Desde nuestro anterior ensayo, la sangre había corrido a raudales por el país. Ayer mismo, el jefe de ingenieros de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, secuestrado por ETA días atrás, había sido asesinado por sus captores, en una muestra más de hasta qué punto el horror se había convertido en algo cotidiano.
Vivíamos tiempos de esperanza y convulsión. Había quienes tenían permanentemente hechas las maletas, por si era necesario salir por piernas de España, como medio siglo atrás.
Nosotros, sin embargo, seguíamos haciendo teatro cada sábado.
RAÚL
Eso sí, con semejante panorama, no era de extrañar que Raúl apareciese en aquellos últimos ensayos más circunspecto que un fiscal del Supremo; más serio de lo que ninguno de nosotros recordaba haberle visto jamás. Durante el tiempo que pasábamos juntos, todos le observábamos a hurtadillas, tratando de descifrar la clave de sus silencios.
Tras casi cuatro años de compartir escenarios, cada uno de nosotros tenía una teoría distinta sobre la verdadera personalidad del director del Teatro Incontrolado de Zaragoza.
Varias semanas después de nuestro primer encuentro, cuando la mayoría de nosotros aún éramos simples estudiantes de bachillerato, descubrimos que el fundador de nuestra compañía teatral usaba pistola. Él nos dijo que era policía pero, si en verdad lo era, se trataba de un policía muy raro, nunca de uniforme, siempre viajando.
Y en días como este, con los diarios y los telediarios trufados de dolor, de secuestros y de muertes, tratábamos de adivinar qué pasaba por su cabeza, convencidos de que "estaba en el ajo"; de que sabía más que nosotros, más que nadie, de lo que se estaba cociendo en las entrañas de este país nuestro que acababa de estrenar democracia y todavía no tenía claro cómo se utilizaba.
-¿Cómo va la investigación de lo de la calle Atocha? -le saludó aquella tarde Gonzalo, quizá el único que nunca parecía impresionado por la figura de Raúl y que le decía las cosas tal y como le venían a la cabeza.
-Los cogeremos -murmuró nuestro director, lacónicamente.
-¿Lo dices en serio o es solo un buen deseo?
-Lo digo completamente en serio. Y lo de los dos secuestrados también va por buen camino. Ya lo veréis.
-Esperemos que termine mejor que lo de Ryan.
Raúl afiló la mirada y acusó el golpe bajo con un gruñido.
Lo que estaba claro era que el ensayo de esa tarde no prometía ser una fiesta, precisamente; porque, además, llevábamos tres meses empeñados en montar "Seis personajes en busca de autor", que no es precisamente un vodevil.
NATALIA
Pero, en esto, apareció Natalia, tan radiante como siempre, y dijo, sin saludar siquiera, sonriendo como solo ella sabía hacerlo:
-¡Atención todos! ¿A que no sabéis qué? ¡Mi tía-abuela Mariana nos ha dejado el palacio!
Todos la miramos en silencio durante unos larguísimos diecisiete segundos.
-¿A quiénes? -acertó a preguntarle Raúl, por fin.
-¿Palacio? ¿Qué palacio? -preguntó Jaime, a su vez.
-¿Quién es tu tía-abuela Mariana? -preguntó Candela.
-¿Qué diantres es una tía-abuela? -preguntó Paco.
Natalia deslizó sobre nosotros su increíble mirada azul marino, esa que hacía crujir las butacas de todos los teatros en los que actuábamos y que detenía a su paso el tráfico en la ciudad; esa que arrancaba bravos hasta en las representaciones más ramplonas. Al tiempo, abrió los brazos como un Cristo románico, incapaz de creer que no lográsemos recordar a tan decisivo personaje.
-Mi tía-abuela Mariana era aquella ancianita vestida de fucsia y blanco que se sentó en butaca de primera fila la noche en que estrenamos "Los árboles mueren de pie" -dijo al fin, accediendo a refrescarnos la memoria.
Tras esto, cronometré ocho segundos y seis décimas más de estupefacción.
-¡Ay, ya me acuerdo! -exclamó entonces Rosa, siempre cándida y dulce como el algodón de azúcar-. ¡La que estuvo llorando a moco tendido desde mediados del segundo acto!
-Esa misma -confirmó Natalia, algo más satisfecha.
-Gastó tres paquetes de kleenex, la pobrecita.
-Al terminar, vino al camerino y me dijo que nunca se había emocionado tanto en una función de teatro -recordó su sobrina-nieta-. Desde entonces se convirtió en una de nuestras más fieles seguidoras. En estos últimos cuatro años no se ha perdido ni uno solo de nuestros estrenos. Y siempre ha salido encantada con nosotros.
-¡Faltaría más! Como que somos un encanto -murmuró Gonzalo.
-¡Claro, claro, doña Mariana...! -exclamó Raúl que, según su costumbre, permanecía en retaguardia mientras le era posible-. Ya me acuerdo de ella, ya... Por cierto, ¿qué tal está?
-Murió la semana pasada -respondió Natalia.
La mayoría dimos un respingo, seguido por un intenso cruce de miradas. Algo frecuente siempre que en cualquier reunión se conjuga el verbo "morir" en alguna de sus formas.
Raúl carraspeó un poquitín. Raúl es un maestro del carraspeo. Siempre encuentra el carraspeo justo y de la duración exacta para torear cada situación. Yo creo que, si se lo propusiese, podría conversar de política, toros y espectáculos utilizando carraspeos exclusivamente.
-Vaya... Te... acompaño en el sentimiento, Natalia. Bueno, te acompañamos todos, por supuesto -añadió tras el aclarado de garganta.
-Gracias, jefe.
-¿Sufrió?
La pregunta de Raúl me pareció fuera de lugar pero Natalia la acogió con una sonrisa dulce.
-Al contrario: Murió estupendamente. En la cama, mientras dormía, sin enterarse de nada...
LA MUERTE
-¡Qué suerte! Así me gustaría morirme a mí -intervino Rosa de inmediato, con su habitual vocecita; esa que luego, en escena, se transformaba en una especie de emisión megafónica, capaz de llegar sin dificultad hasta el último rincón de las plateas más tortuosas.
Gonzalo no tardó ni una respiración en intervenir.
-Pues a mí no, la verdad.
-Vaya, hombre. ¿Cómo te gustaría morir, entonces? -lo interpeló Candela, con su habitual tono de madrastra de Blancanieves- ¿Ahogado en tus propios vómitos tras pasar seis meses retorciéndote de dolor, quizá?
-¿Eh? No, no, mujer, eso tampoco -replicó él, con cara de asco-. Por supuesto que no. Quería decir, simplemente que, puestos a elegir, preferiría... no morirme.
-¡Nos ha fastidiado! -saltó Jaime.
-¿Pero cómo no vas a morirte nunca? -le preguntó Rosa, incapaz de tomar en consideración tamaña perspectiva.
-Ah, eso ya no lo sé. Pero tiene que ser estupendo vivir para siempre, no me digáis que no.
-Tú eres tonto... -rezongó Candela, dándole la espalda.
-¡Al contrario! -lo defendió Jaime-. ¡Mira, qué listo! Como los personajes de aquella obra de Jardiel Poncela... ¿Cómo se titulaba...?
-"Cuatro corazones con freno y marcha atrás" -recordó Raúl-. Aunque Jardiel la iba a titular inicialmente "Morirse es un error".
-Estoy completamente de acuerdo con Jardiel -declaró Miguel Ángel entusiásticamente-. Como casi siempre, dicho sea de paso. Por cierto, algún día tendríamos que montar una de sus obras. Son de éxito seguro.
-Pero con repartos excesivamente numerosos para nosotros -recordó Raúl.
-Además, que no me parece que el país esté para muchas comedias -rezongó Gonzalo.
-Ya llegará el momento -dije-. Yo creo que vamos por el buen camino.
-¿Te refieres a nosotros o a España? -quiso saber Candela.
-Pues a mí me gustaría morir como un héroe -reconoció Paco, que siempre intervenía en las conversaciones inesperadamente y con argumentos que nadie acababa de entender del todo.
-A ver, a ver... ¿Como un héroe, has dicho?
-Sí, sí. Defendiendo mi ciudad de una invasión extranjera o... o intentando superar el récord mundial de velocidad sobre patines de ruedas, por ejemplo...
Por suerte, hacía tiempo que las intrincadas figuras mentales de Paco ya no sorprendían a nadie.
-¡Qué bonito! -reconoció Rosa, al momento-. ¡Qué bonito y qué raro eres, Paco! ¿Y tú, Jaime? ¿A ti cómo te gustaría morir?
-A mí me gustaría morir como Molière -declaró nuestro habitual protagonista, poniéndole a huevo la réplica a Candela.
-O sea, vestido de amarillo ¿no? Eso confirma lo que ya todos sabíamos: Que serás un hortera hasta el final de tus días.
Jaime se incorporó al momento, hecho una furia.
-¡No, graciosa! -exclamó-. Quiero decir que me gustaría morir sobre un escenario, interpretando a un personaje teatral. En plena función, vaya.
-Ah, entiendo: Linchado por una turbamulta de espectadores indignados, incapaces de soportar tu lamentable sobreactuación por más tiempo.
Así era Candela: Le encantaba tensar la cuerda del arco de una conversación hasta desquiciar al más templado de los interlocutores para luego, dejar que él mismo se clavase el dardo definitivo. Esta vez, sin embargo, la previsiblemente airada reacción de Jaime quedó abortada por el resoplido de Natalia, tratando de hacernos recordar que acababa de llegar con noticias importantes.
-Disculpa, Natalia -dijo Raúl, en nombre de todos-. Tienes razón: No te estamos haciendo ni caso. Decías que había muerto tu abuela...
-Mi tía-abuela. Precisamente esta mañana he acudido a la lectura de su testamento. Conste, que he ido porque ella lo dejó así dispuesto, no creáis que voy por ahí asistiendo a lecturas de testamentos...
-Ni se nos había pasado por la cabeza considerarte una adicta a las notarías. Al grano, por favor -le suplicó Raúl.
-En fin, que la sorpresa ha sido mayúscula. Como os decía, mi tía-abuela nos ha dejado en usufructo "Villa Leonor". Seguro que la conocéis. Esa finca grande que hay junto a la fábrica de ascensores, en el barrio de Montemolín. Bueno, pues la tenemos a nuestra disposición. Entera, incluido el palacio Luzuriaga.
Estoy seguro de que Natalia esperaba algo más efusivo que el nuevo y estupefacto silencio que siguió a sus palabras. Por suerte, allí estaba Alicia Soldevilla, tan pelirroja y tan directa como siempre, para empujar la situación.
-Ya. Sí, bien, pero... vamos a ver... ¿A quién se lo ha dejado? -preguntó- ¿A tu padre y a ti, quieres decir? Perdona, hija, pero es que... no me entero.
-No, no -sonrió Natalia-. Todo eso nos lo ha dejado a nosotros. O sea, a vosotros y a mí. Al grupo de teatro, vaya. Al TIZ.
CHÉSPIR
Como ya he dicho, en aquella época estábamos preparando "Seis personajes en busca de autor", de Luigi Pirandello que, si en un principio nos pareció una obra atractiva, una vez puesta en marcha y mal que les pese a los muchos admiradores de don Luigi, a todos nos empezaba a parecer un peñazo del tamaño del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido; así que cualquier excusa era buena para dejar de ensayar.
Y la noticia que Natalia había traído, era más que una excusa. Como un solo hombre, decidimos suspender el ensayo de esa tarde y optamos por marcharnos todos al "Chéspir", nuestro bar favorito, a celebrar el acontecimiento con cargo a la escuálida cuenta corriente del grupo.
Ante la sorpresa de Néstor, el camarero, en lugar de los habituales cafés y trinaranjus, pedimos champán catalán y galletitas saladas para todos. Bueno, para todos excepto para Paco, que jamás toma alcohol y, mucho menos, galletitas. Él se pidió una cocacola y una banderilla de pepinillo relleno de atún en escabeche que, naturalmente, le obligamos a pagar de su bolsillo, en justo castigo a su insolidaria actitud.
Luego, ocupando por completo las tres mesas del rincón fondo izquierda del establecimiento, alzamos nuestras copas, brindamos y dimos vivas a voz en cuello en memoria de doña Mariana Luzuriaga, antes de que Natalia continuase poniéndonos al corriente de los detalles del asunto.
-Ha sido muy emocionante, os lo aseguro - dijo, como si estuviese interpretando a Margarita Gautier -. Al señor notario, hasta le temblaba la voz. Según decía mi tía-abuela en su testamento, mientras que en los últimos años su familia no le había dado más que disgustos, nuestras representaciones le habían proporcionado momentos de gran felicidad.
-¡Qué cosas! -exclamó Ricardo, secándose las gafas, empañadas de emoción, con una servilleta de papel-. Gran felicidad... Si es que esto del teatro es la leche en bote, no me digáis que no...
-Pero... ahora tus familiares tienen que estar de uñas contra nosotros -apuntó Raúl de inmediato.
-¡Qué va, qué va...! -exclamó Natalia-. Eso es lo mejor de todo, jefe. Para empezar, la tía Mariana tenía pasta suficiente como para repartir, dar, vender y que sobrase, así que a todo el mundo le ha tocado algo, y no poco. Y, precisamente, de todas sus posesiones, lo que nadie quería era el palacio y la finca. Por lo visto, para hacerse heredero de una cosa así hay que pagar un auténtico pastón en impuestos a cambio de nada, porque como el palacio está considerado bien cultural protegido, catalogado y no sé cuántas cosas más, no se puede derribar para edificar pisos de lujo, que es lo que lo que a mis parientes les habría hecho verdadera ilusión familiar. Así que para mis tíos y primos, "Villa Leonor" no solo carece del más mínimo valor sino que no les habría acarreado más que problemas. En cambio, nosotros, al ser una asociación cultural sin ánimo de lucro, pagamos poquísimos impuestos. Y aun para esos gastos, mi tía-abuela nos ha dejado también algún dinero.
-Estaba en todo, la señora.
-Por cierto... eso de que seamos una asociación sin ánimo de lucro, quizá habría que replanteárselo ¿no creéis? -preguntó Gonzalo, que ya empezaba a destaparse como el mago de las finanzas que llegaría a ser. Aunque en aquella ocasión nadie le hizo el menor caso.
-Propongo un nuevo brindis por doña Mariana -dijo Raúl, alzando su copa.
-¡Vivadoñamariana! -gritó Ricardo, como inmerso en una boda rural.
-¡Vivá! -respondimos todos, como un solo hombre.
Fue al terminar esa copa cuando Raúl se encaró de nuevo con Natalia.
-Bien. Ahora, danos las malas noticias.
Todos contuvimos la respiración.
-¿Qué malas noticias, Raúl? -preguntó Candela.
Nuestro director sonrió antes de responder.
-A mí no me la das, chiquilla -dijo "chiquilla" mirando a Natalia pero yo creo que hablaba para todos-. Te recuerdo que aquí, el único que peina canas, algo prematuras por cierto, soy yo. Los años que os llevo me dicen que las cosas nunca son tan sencillas. Nos has contado lo bueno; pero estoy seguro de que hay una parte fea de la que aún no nos has hablado. ¿Me equivoco?
Natalia hizo un mohín. Uno de aquellos gestos suyos que conseguían que las piedras se derritiesen, que los pajaricos cayeran fulminados de los árboles y que a mí se me detuviese el corazón durante un rato.
(PARÉNTESIS POR NATALIA)
¡Oh, Dios mío, qué guapa era...! No os he dicho todavía lo guapa que era ¿verdad? Pues lo era. Guapa de verdad. Guapísima. Natalia era... cómo os diría... Era como... como una virgen de Tintoretto. Eso, suponiendo que Tintoretto pintase vírgenes y las pintase muy muy guapas, que ahora, la verdad, no lo tengo claro. Yo creo que todos los chicos del grupo soñábamos con ella cada noche. Incluso los que tenían novia. Yo, por ejemplo... bueno, ahora, casualmente, no tenía novia; pero la había tenido. Elisa, se llamaba. Y objetivamente, para un observador externo que diría Einstein, estaba la mar de buena. Pero Natalia... Natalia era cosa aparte. Era como... no sé. Como... no sé. Perfecta: Simpática, inteligente, atractiva, excelente actriz. Encima, nunca se lo creyó. ¡Y no tenía novio!
Bueno, claro, cómo iba a tener novio, ahora que lo pienso... A ver quién es el insensato que se enrolla con una tía perfecta.
(FIN DEL PARÉNTESIS)
-En efecto, la donación tiene condiciones - admitió, finalmente, nuestra primera actriz.
El anuncio nos produjo un colectivo rictus de seriedad y preocupación. Alguien resopló con fastidio. A alguien se le escapó un "ya me parecía a mí...". A Gonzalo, creo.
-Hala, va, suéltalo de una vez o vas a acabar con nosotros -le apremió Raúl- ¿Qué condiciones son esas?
Todos nos aproximamos a nuestra compañera para no perder detalle. Hasta Néstor, el camarero, permaneció a nuestro lado, bandeja en mano, atentísimo a las palabras de Natalia. Ella, entonces, sacó del bolsillo un papelito y comenzó a leer una serie de anotaciones escritas a mano.
-La primera, debemos hacer de "Villa Leonor" la sede social y permanente de nuestra compañía teatral. Por supuesto, no podemos alquilar la finca ni el palacio, ni siquiera en parte, ni destinarlo a otros usos. Si el grupo se disolviese o nos dedicásemos a otra actividad cualquiera, perderíamos el derecho de usufructo.
Los murmullos expresaron aprobación y alivio a partes iguales.
-Eso, hoy por hoy, no es ningún problema -comentó Raúl, al punto-. Al contrario, convertirlo en nuestra sede es justo el uso que necesitamos darle.
-¡Y tanto! -confirmó Gonzalo, que se había erigido en los últimos meses, de facto, en administrador y tesorero del grupo-. Así nos ahorramos el alquiler de nuestra birria de local que, aun reconociendo que es una ganga, nos supone una pasta gansa al año, habida cuenta del ridículo monto de nuestra facturación.
-¿Pero en qué idioma habla este? -protestó Candela.
-Por cierto -continuó un Gonzalo sin frenos, seguramente a causa de la imprevista ingesta de cava- espero que me proporcionéis la satisfacción de ser yo quien le comunique al impresentable del propietario que nos largamos de su infecto criadero de gatos de la calle Pabostría para siempre jamás. ¿Me haréis ese favor?
-Concedido -dijo Raúl.
-¿Puedo seguir -preguntó una Natalia cada vez más molesta.
-¡Pues claro! Sigue, sigue.
Esperó hasta asegurarse de que todos la mirábamos con atención y consultó de nuevo sus notas.
-Lo segundo es un poco más raro -reconoció entonces nuestra espectacular compañera.
-Lo sabía -murmuró de nuevo Candela, entre dientes-. Lo sabía. Ahora es cuando viene lo imposible. ¿De qué se trata? ¿Tenemos que convertirnos todos al budismo? ¿Debemos escalar el Kanchenjunga sin oxígeno?
Natalia Costas miró a Candelaria Silvela con cara de poquísimos amigos. O sea, como hacía habitualmente.
-Oye, chata -le espetó- que mi tía-abuela podría ser algo excéntrica pero no estaba mal de la cabeza.
-¿Ah, no? ¿Quieres decir que lo tuyo no viene de familia? ¡Qué raro!
Naturalmente, Jaime y yo tuvimos que intervenir para que aquello no acabase en Urgencias del Hospital Provincial. La verdad, no sé qué les ocurría en aquella época pero lo cierto era que Candela y Natalia llevaban unas cuantas semanas en que no se podían ni ver. Unas doscientas semanas, para ser más preciso.
-Termina de una vez, Natalia, por Dios, que nos tienes a todos sobre ascuas -le rogó Raúl, una vez que logramos apartarla de las uñas retráctiles de Candela.
Natalia se hizo de rogar todavía unos minutos, mientras recuperaba la calma. Pero, por fin, asombrosamente antes del anochecer, logramos enterarnos de la condición máxima que debíamos cumplir para poder acceder al usufructo vitalicio del Palacio Luzuriaga y de la finca aneja.
-Tenemos que montar y representar en función pública, en el plazo de un año, y con nuestro habitual buen hacer, una de las obras de teatro de su autor favorito.
Silencio sepulcral.
-¿Eso es todo? -preguntó Raúl, después.
-Pues sí. Eso es todo.
-¡Bueno...! ¡Nada más fácil para nosotros! Porque, por si alguien no lo recuerda, somos un grupo de teatro.
Un múltiple gruñido de satisfacción siguió a las palabras de Jaime.
-Un momento, un momento -rogó Raúl, cortando de cuajo toda manifestación de alegría-. No tiréis fuegos artificiales antes de hora. Lo primero: ¿Quién era el autor favorito de doña Mariana? No sería Alejandro Casona. Lo digo por lo de "Los árboles mueren de pie".
Natalia negó con la cabeza.
-¿Jean Anouilh, quizá? -preguntó Rosa, abriendo la veda a los demás.
-¿Miguel Mihura? -preguntó Jaime.
-¿Jardiel Poncela? -pregunté yo.
-¿Antonio Gala? -preguntó Candela.
-¿Buero Vallejo? -preguntó Alicia.
-¿Luigi Pirandello? -preguntó Gonzalo.
-¿August Strindberg? -preguntó Miguel Ángel.
-¿Ramón y Cajal? -preguntó Paco, llevándose una hermosa colleja en la nuca de parte de Rosa.
-Eso, para que no digas más tonterías.
Natalia respondía a todos nuestros intentos con sonrientes negativas. Por fin, se apiadó de nosotros y decidió cerrar aquel emocionante período de incertidumbre con seis palabras que abrieron una nueva incógnita y que, aunque entonces ninguno de nosotros podía siquiera sospecharlo, iban a condicionar nuestras vidas durante un largo período de tiempo.
- Se trata de... Vicente Blasco Ibáñez.
BARROS Y CAÑAS
-¿Vicente Blasco Ibañez? -repitió Raúl, frunciendo el ceño.
-¿Quién es Vicente Blasco Ibáñez? -preguntó Gonzalo.
-El autor de "Cañas y barro" y "La barraca", entre otras -le susurré.
-Ah... ya, ya, ya... La Barraca, claro. La Barraca... ¿Será posible? Fíjate, que me suena un montón y no sé de qué.
-Ya sospechaba que no leías libros -le interpeló Candela -. Pero que ni siquiera veas la televisión...
-¿Cómo? ¿Ese Blasco Ibáñez sale en la televisión? ¡Ah, claro...! ¿No es el de "Historias para no dormir"?
-¡No hombre! Ese es Ibáñez Serrador.
-¿En qué programa sale este otro, entonces?
-¡Él, no! ¡La barraca, hombre! Hicieron una serie con ella. ¿No te acuerdas? La albufera de Valencia, los amores del Tonet y la Neleta...
Gonzalo hinchó los carrillos antes de negar con la cabeza.
-Ni idea. Pero, vamos, lo mío no cuenta, que ya sabéis que soy más de fútbol que de teatro. Si tenemos que preparar "La Barraca" para quedarnos en el palacio, lo hacemos y no se hable más -propuso Gonzalo.
-El problema es que La Barraca es una novela, no una obra de teatro.
-Ah. Vaya por Dios... Y la otra... ¿Cómo era...? ¿Barros y cañas?
-Esa parece divertida -murmuró Alicia-. ¿No es de unos tipos que se van de marcha y se emborrachan como piojos...?
-Lo primero, no es "Barros y cañas" sino "Cañas y barro" -corrigió Raúl, ya un poquitín nervioso-. Lo segundo, pese a las cañas del título, no tiene nada que ver con borracheras y similares. Lo tercero, de divertida, nada. Y, por último, se trata también de una novela. Como Sangre y arena, Arroz y tartana, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Entre naranjos...
-¡Ay! ¡Ahora me acuerdo! Yo he leído de ese hombre "La vuelta al mundo de un novelista" -intervino Rosa -. Bueno, la empecé a leer el verano pasado porque me la recomendó mi madre, que me dijo que era buenísima; pero la dejé antes de la mitad. Es un libro de viajes. Vamos, que tampoco es teatro.
-Huy, huy, huy qué raro... -rezongó Gonzalo-. Querría equivocarme pero a mí, esto me empieza a sonar a la típica condición imposible.
-¿El qué?
-¡Sí, hombre...! La señora nos pide representar una obra teatral de un autor que nunca escribió teatro. Vamos, que aparentemente nos deja el palacio pero luego resulta que no. A ver si todo esto va a ser una jugarreta de la dichosa doña Marina.
-Mariana, no Marina.
Aclaró su sobrina-nieta. Y a mí me pareció que pretendía seguir hablando, pero Ricardo, tan temperamental como siempre, lanzó uno de sus habituales exabruptos.
-¡Qué poca vergüenza! Reírse así de unos pobres adolescentes aficionados al teatro.
-Oye, majo, adolescente lo serás tú -le replicó Candela.
Los demás comenzamos también a manifestar libremente nuestra indignación por lo que parecía una broma de mal gusto de la difunta pariente de Natalia, así que pronto tuvo Raúl que ganar la atención de todos alzando los brazos.
-Calma, calma... -rogó-. No hay por qué pensar que se trata de un engaño. ¿Qué iba a ganar doña Mariana con semejante cosa? ¡Nada! Nadie ha dicho que Blasco Ibáñez no escribiese teatro. Aunque su principal producción literaria sean novelas, creo que fue un autor muy prolífico. Seguramente también escribiría algunas comedias, aunque no sean tan conocidas como el resto de su obra. Lo que tenemos que hacer es indagar el asunto. Propongo crear una comisión de investigación al respecto. ¿Quién se apunta conmigo?
Y se me quedó mirando. Yo, a mi vez, miré a Gonzalo, que se encogió de hombros con resignación.
-Vaaale... -dijimos los dos a un tiempo.
Al cabo de unos minutos, vimos claro que la celebración ya no daba más de sí. Llegaron los comentarios banales y hasta Néstor perdió interés por nosotros.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Rosa, de repente-. Cualquier otro sábado aún nos quedaría más de una hora de ensayo.
Y fue Natalia quien respondió con una propuesta irrechazable.
-¿Qué os parece si vamos a echarle un vistazo al palacio? -preguntó, sonriente, con un aleteo de pestañas que nos revolvió el pelo, exhibiendo un manojo de llaves que, por su tamaño, podrían haber sido las del Reino de los Cielos-. No vaya a ser que no nos guste y estemos aquí discutiendo por nada.
SÁBADO, 14
DOÑA MARIANA, Q.E.P.D.
A veces, algunas de las veces en que la desazón se me come por dentro al recordar aquellos hechos terribles, pienso que la culpa de todo la tuvo doña Mariana Luzuriaga, aquella viejecita tan dulce, de cabellos del color del platino, casi azulados, tal como yo apenas la recuerdo, que tuvo la ocurrencia de dejarnos en herencia su palacio. Que, por cierto, era un auténtico palacio; no lo que aquí, en Aragón, llamamos palacios, que no son otra cosa que las mansiones que las familias adineradas se hacían construir en el XVII y el XVIII, todo ladrillo y piedra robada a la muralla romana, con aleros de madera tallada cuanto más grandes mejor, y enormes portalones para que los carruajes pudiesen entrar hasta el patio interior. No, nada que ver con eso, ya digo. El palacio Luzuriaga era otra cosa. Era un palacio como de cuento de hadas, con su torreón central y otras cuatro torres, mucho más altas, en las esquinas, y a cuyas espaldas se abría una finca que en tiempos tuvo que ser extensísima pero que los avatares de la reciente historia de nuestro país habían ido reduciendo poco a poco hasta dejarla en apenas una hectárea.
Recuerdo perfectamente y recordaré siempre -o hasta que el mal de Alzheimer me lo impida, supongo que dentro de poco- el día, era a principios de aquel febrero trágico y convulso del ochenta y uno, en que Natalia llegó entusiasmada a nuestro habitual ensayo de los sábados por la tarde y nos dijo, sin saludo ni preámbulo:
-¡Atención todos! ¿A que no sabéis qué? ¡Mi tía-abuela Mariana nos ha dejado el palacio!
EL PAÍS DE HEIDI
Oficialmente, los ensayos de los sábados empezaban a las cuatro en punto pero lo cierto es que la hora real la marcaba el final del capítulo del día de "Heidi", una serie japonesa de dibujos animados que causaba furor y que ninguna de nuestras compañeras -pese a haber cumplido ya la mayoría de edad- consentía perderse. Tanto era así que, a las pocas semanas de iniciado el serial, visto lo visto, también nosotros optamos por salir de casa coincidiendo con los títulos de crédito de aquella historia lacrimógena que paralizaba al país entero como solo eran capaces de hacerlo los discursos del presidente Suárez o los partidos oficiales de la selección nacional de fútbol.
Últimamente, solo Raúl, o en su ausencia Gonzalo, llegaban puntuales a la cita. Eran los únicos que tenían llaves de nuestro asqueroso local de ensayos de la calle Pabostría, un antiguo taller de confección de ropa laboral reconvertido con inversión cero en sede social del Teatro Incontrolado de Zaragoza y que, muy a nuestro pesar, desempeñaba también funciones de centro de ocio y esparcimiento de todos los gatos del barrio. Lupercio, un albañil autónomo que encerraba su furgoneta y sus aperos en la nave contigua, no se cansaba de recordarnos que era una suerte tener gatos en un lugar como aquel, porque donde hay gatos, no hay ratas. Sin embargo, las observaciones de Lupercio resultaban un pobre consuelo ante las dimensiones y consecuencias de aquella invasión felina que no lográbamos contener pese a poner todo nuestro empeño en ello. Como en aquella película de Alfred Hitchckok donde los pájaros se convertían en la encarnación del mal, los habitualmente adorables mininos se habían transmutado para nosotros en agentes de Lucifer y pesadilla permanente. Todo en aquel sitio apestaba a pis de gato, nosotros incluidos. Nuestros decorados eran famosos en todas las localidades adheridas al circuito escénico regional hasta el punto de que, en no pocas ocasiones, el pitorreo de los espectadores al respecto del aroma que emanaban nuestras representaciones rozaba la crueldad.
Total, estábamos del local de la calle Pabostría hasta la raíz del pelo; pero allí seguíamos porque era grande, sin vecinos a los que pudiésemos molestar y de alquiler bajísimo, condiciones indispensables para la supervivencia de un grupo de artistas tan radicalmente amateur como nosotros.
Aquel sábado, sin embargo, todo cambió de golpe.
El día amaneció esdrújulo, áspero, húmedo y metálico; y un mal presagio flotaba en el ambiente ya varias horas antes de la fijada para iniciar aquel tercer ensayo del año.
Durante las últimas semanas habían ocurrido en España cosas terribles y el país entero parecía deslizarse hacia el caos por un tobogán lubricado concienzudamente por oscuros sectores, fieles seguidores de la desaparecida figura del general Francisco Franco. Las autodenominadas "gentes de orden" comenzaban a comprobar cómo la larga prórroga de sus privilegios, amparada en la prevista perpetuación civil de aquel régimen militar basado en el rencor, se venía abajo irremisiblemente tras la concienzuda labor llevada a cabo por el rey Juan Carlos y el recientemente dimisionario presidente Adolfo Suárez; y parecían dispuestas a tratar de impedirlo por todos los medios. La joven democracia española se encontraba con el agua al cuello. Éramos muchos los que estábamos dispuestos a lanzarle un salvavidas; pero no eran pocos y sí muy poderosos, los que preferían obsequiarle una bola de plomo atada a los tobillos. El pistoletazo de salida hacia la libertad parecía haber despertado también a los pistoleros. Desde nuestro anterior ensayo, la sangre había corrido a raudales por el país. Ayer mismo, el jefe de ingenieros de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, secuestrado por ETA días atrás, había sido asesinado por sus captores, en una muestra más de hasta qué punto el horror se había convertido en algo cotidiano.
Vivíamos tiempos de esperanza y convulsión. Había quienes tenían permanentemente hechas las maletas, por si era necesario salir por piernas de España, como medio siglo atrás.
Nosotros, sin embargo, seguíamos haciendo teatro cada sábado.
RAÚL
Eso sí, con semejante panorama, no era de extrañar que Raúl apareciese en aquellos últimos ensayos más circunspecto que un fiscal del Supremo; más serio de lo que ninguno de nosotros recordaba haberle visto jamás. Durante el tiempo que pasábamos juntos, todos le observábamos a hurtadillas, tratando de descifrar la clave de sus silencios.
Tras casi cuatro años de compartir escenarios, cada uno de nosotros tenía una teoría distinta sobre la verdadera personalidad del director del Teatro Incontrolado de Zaragoza.
Varias semanas después de nuestro primer encuentro, cuando la mayoría de nosotros aún éramos simples estudiantes de bachillerato, descubrimos que el fundador de nuestra compañía teatral usaba pistola. Él nos dijo que era policía pero, si en verdad lo era, se trataba de un policía muy raro, nunca de uniforme, siempre viajando.
Y en días como este, con los diarios y los telediarios trufados de dolor, de secuestros y de muertes, tratábamos de adivinar qué pasaba por su cabeza, convencidos de que "estaba en el ajo"; de que sabía más que nosotros, más que nadie, de lo que se estaba cociendo en las entrañas de este país nuestro que acababa de estrenar democracia y todavía no tenía claro cómo se utilizaba.
-¿Cómo va la investigación de lo de la calle Atocha? -le saludó aquella tarde Gonzalo, quizá el único que nunca parecía impresionado por la figura de Raúl y que le decía las cosas tal y como le venían a la cabeza.
-Los cogeremos -murmuró nuestro director, lacónicamente.
-¿Lo dices en serio o es solo un buen deseo?
-Lo digo completamente en serio. Y lo de los dos secuestrados también va por buen camino. Ya lo veréis.
-Esperemos que termine mejor que lo de Ryan.
Raúl afiló la mirada y acusó el golpe bajo con un gruñido.
Lo que estaba claro era que el ensayo de esa tarde no prometía ser una fiesta, precisamente; porque, además, llevábamos tres meses empeñados en montar "Seis personajes en busca de autor", que no es precisamente un vodevil.
NATALIA
Pero, en esto, apareció Natalia, tan radiante como siempre, y dijo, sin saludar siquiera, sonriendo como solo ella sabía hacerlo:
-¡Atención todos! ¿A que no sabéis qué? ¡Mi tía-abuela Mariana nos ha dejado el palacio!
Todos la miramos en silencio durante unos larguísimos diecisiete segundos.
-¿A quiénes? -acertó a preguntarle Raúl, por fin.
-¿Palacio? ¿Qué palacio? -preguntó Jaime, a su vez.
-¿Quién es tu tía-abuela Mariana? -preguntó Candela.
-¿Qué diantres es una tía-abuela? -preguntó Paco.
Natalia deslizó sobre nosotros su increíble mirada azul marino, esa que hacía crujir las butacas de todos los teatros en los que actuábamos y que detenía a su paso el tráfico en la ciudad; esa que arrancaba bravos hasta en las representaciones más ramplonas. Al tiempo, abrió los brazos como un Cristo románico, incapaz de creer que no lográsemos recordar a tan decisivo personaje.
-Mi tía-abuela Mariana era aquella ancianita vestida de fucsia y blanco que se sentó en butaca de primera fila la noche en que estrenamos "Los árboles mueren de pie" -dijo al fin, accediendo a refrescarnos la memoria.
Tras esto, cronometré ocho segundos y seis décimas más de estupefacción.
-¡Ay, ya me acuerdo! -exclamó entonces Rosa, siempre cándida y dulce como el algodón de azúcar-. ¡La que estuvo llorando a moco tendido desde mediados del segundo acto!
-Esa misma -confirmó Natalia, algo más satisfecha.
-Gastó tres paquetes de kleenex, la pobrecita.
-Al terminar, vino al camerino y me dijo que nunca se había emocionado tanto en una función de teatro -recordó su sobrina-nieta-. Desde entonces se convirtió en una de nuestras más fieles seguidoras. En estos últimos cuatro años no se ha perdido ni uno solo de nuestros estrenos. Y siempre ha salido encantada con nosotros.
-¡Faltaría más! Como que somos un encanto -murmuró Gonzalo.
-¡Claro, claro, doña Mariana...! -exclamó Raúl que, según su costumbre, permanecía en retaguardia mientras le era posible-. Ya me acuerdo de ella, ya... Por cierto, ¿qué tal está?
-Murió la semana pasada -respondió Natalia.
La mayoría dimos un respingo, seguido por un intenso cruce de miradas. Algo frecuente siempre que en cualquier reunión se conjuga el verbo "morir" en alguna de sus formas.
Raúl carraspeó un poquitín. Raúl es un maestro del carraspeo. Siempre encuentra el carraspeo justo y de la duración exacta para torear cada situación. Yo creo que, si se lo propusiese, podría conversar de política, toros y espectáculos utilizando carraspeos exclusivamente.
-Vaya... Te... acompaño en el sentimiento, Natalia. Bueno, te acompañamos todos, por supuesto -añadió tras el aclarado de garganta.
-Gracias, jefe.
-¿Sufrió?
La pregunta de Raúl me pareció fuera de lugar pero Natalia la acogió con una sonrisa dulce.
-Al contrario: Murió estupendamente. En la cama, mientras dormía, sin enterarse de nada...
LA MUERTE
-¡Qué suerte! Así me gustaría morirme a mí -intervino Rosa de inmediato, con su habitual vocecita; esa que luego, en escena, se transformaba en una especie de emisión megafónica, capaz de llegar sin dificultad hasta el último rincón de las plateas más tortuosas.
Gonzalo no tardó ni una respiración en intervenir.
-Pues a mí no, la verdad.
-Vaya, hombre. ¿Cómo te gustaría morir, entonces? -lo interpeló Candela, con su habitual tono de madrastra de Blancanieves- ¿Ahogado en tus propios vómitos tras pasar seis meses retorciéndote de dolor, quizá?
-¿Eh? No, no, mujer, eso tampoco -replicó él, con cara de asco-. Por supuesto que no. Quería decir, simplemente que, puestos a elegir, preferiría... no morirme.
-¡Nos ha fastidiado! -saltó Jaime.
-¿Pero cómo no vas a morirte nunca? -le preguntó Rosa, incapaz de tomar en consideración tamaña perspectiva.
-Ah, eso ya no lo sé. Pero tiene que ser estupendo vivir para siempre, no me digáis que no.
-Tú eres tonto... -rezongó Candela, dándole la espalda.
-¡Al contrario! -lo defendió Jaime-. ¡Mira, qué listo! Como los personajes de aquella obra de Jardiel Poncela... ¿Cómo se titulaba...?
-"Cuatro corazones con freno y marcha atrás" -recordó Raúl-. Aunque Jardiel la iba a titular inicialmente "Morirse es un error".
-Estoy completamente de acuerdo con Jardiel -declaró Miguel Ángel entusiásticamente-. Como casi siempre, dicho sea de paso. Por cierto, algún día tendríamos que montar una de sus obras. Son de éxito seguro.
-Pero con repartos excesivamente numerosos para nosotros -recordó Raúl.
-Además, que no me parece que el país esté para muchas comedias -rezongó Gonzalo.
-Ya llegará el momento -dije-. Yo creo que vamos por el buen camino.
-¿Te refieres a nosotros o a España? -quiso saber Candela.
-Pues a mí me gustaría morir como un héroe -reconoció Paco, que siempre intervenía en las conversaciones inesperadamente y con argumentos que nadie acababa de entender del todo.
-A ver, a ver... ¿Como un héroe, has dicho?
-Sí, sí. Defendiendo mi ciudad de una invasión extranjera o... o intentando superar el récord mundial de velocidad sobre patines de ruedas, por ejemplo...
Por suerte, hacía tiempo que las intrincadas figuras mentales de Paco ya no sorprendían a nadie.
-¡Qué bonito! -reconoció Rosa, al momento-. ¡Qué bonito y qué raro eres, Paco! ¿Y tú, Jaime? ¿A ti cómo te gustaría morir?
-A mí me gustaría morir como Molière -declaró nuestro habitual protagonista, poniéndole a huevo la réplica a Candela.
-O sea, vestido de amarillo ¿no? Eso confirma lo que ya todos sabíamos: Que serás un hortera hasta el final de tus días.
Jaime se incorporó al momento, hecho una furia.
-¡No, graciosa! -exclamó-. Quiero decir que me gustaría morir sobre un escenario, interpretando a un personaje teatral. En plena función, vaya.
-Ah, entiendo: Linchado por una turbamulta de espectadores indignados, incapaces de soportar tu lamentable sobreactuación por más tiempo.
Así era Candela: Le encantaba tensar la cuerda del arco de una conversación hasta desquiciar al más templado de los interlocutores para luego, dejar que él mismo se clavase el dardo definitivo. Esta vez, sin embargo, la previsiblemente airada reacción de Jaime quedó abortada por el resoplido de Natalia, tratando de hacernos recordar que acababa de llegar con noticias importantes.
-Disculpa, Natalia -dijo Raúl, en nombre de todos-. Tienes razón: No te estamos haciendo ni caso. Decías que había muerto tu abuela...
-Mi tía-abuela. Precisamente esta mañana he acudido a la lectura de su testamento. Conste, que he ido porque ella lo dejó así dispuesto, no creáis que voy por ahí asistiendo a lecturas de testamentos...
-Ni se nos había pasado por la cabeza considerarte una adicta a las notarías. Al grano, por favor -le suplicó Raúl.
-En fin, que la sorpresa ha sido mayúscula. Como os decía, mi tía-abuela nos ha dejado en usufructo "Villa Leonor". Seguro que la conocéis. Esa finca grande que hay junto a la fábrica de ascensores, en el barrio de Montemolín. Bueno, pues la tenemos a nuestra disposición. Entera, incluido el palacio Luzuriaga.
Estoy seguro de que Natalia esperaba algo más efusivo que el nuevo y estupefacto silencio que siguió a sus palabras. Por suerte, allí estaba Alicia Soldevilla, tan pelirroja y tan directa como siempre, para empujar la situación.
-Ya. Sí, bien, pero... vamos a ver... ¿A quién se lo ha dejado? -preguntó- ¿A tu padre y a ti, quieres decir? Perdona, hija, pero es que... no me entero.
-No, no -sonrió Natalia-. Todo eso nos lo ha dejado a nosotros. O sea, a vosotros y a mí. Al grupo de teatro, vaya. Al TIZ.
CHÉSPIR
Como ya he dicho, en aquella época estábamos preparando "Seis personajes en busca de autor", de Luigi Pirandello que, si en un principio nos pareció una obra atractiva, una vez puesta en marcha y mal que les pese a los muchos admiradores de don Luigi, a todos nos empezaba a parecer un peñazo del tamaño del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido; así que cualquier excusa era buena para dejar de ensayar.
Y la noticia que Natalia había traído, era más que una excusa. Como un solo hombre, decidimos suspender el ensayo de esa tarde y optamos por marcharnos todos al "Chéspir", nuestro bar favorito, a celebrar el acontecimiento con cargo a la escuálida cuenta corriente del grupo.
Ante la sorpresa de Néstor, el camarero, en lugar de los habituales cafés y trinaranjus, pedimos champán catalán y galletitas saladas para todos. Bueno, para todos excepto para Paco, que jamás toma alcohol y, mucho menos, galletitas. Él se pidió una cocacola y una banderilla de pepinillo relleno de atún en escabeche que, naturalmente, le obligamos a pagar de su bolsillo, en justo castigo a su insolidaria actitud.
Luego, ocupando por completo las tres mesas del rincón fondo izquierda del establecimiento, alzamos nuestras copas, brindamos y dimos vivas a voz en cuello en memoria de doña Mariana Luzuriaga, antes de que Natalia continuase poniéndonos al corriente de los detalles del asunto.
-Ha sido muy emocionante, os lo aseguro - dijo, como si estuviese interpretando a Margarita Gautier -. Al señor notario, hasta le temblaba la voz. Según decía mi tía-abuela en su testamento, mientras que en los últimos años su familia no le había dado más que disgustos, nuestras representaciones le habían proporcionado momentos de gran felicidad.
-¡Qué cosas! -exclamó Ricardo, secándose las gafas, empañadas de emoción, con una servilleta de papel-. Gran felicidad... Si es que esto del teatro es la leche en bote, no me digáis que no...
-Pero... ahora tus familiares tienen que estar de uñas contra nosotros -apuntó Raúl de inmediato.
-¡Qué va, qué va...! -exclamó Natalia-. Eso es lo mejor de todo, jefe. Para empezar, la tía Mariana tenía pasta suficiente como para repartir, dar, vender y que sobrase, así que a todo el mundo le ha tocado algo, y no poco. Y, precisamente, de todas sus posesiones, lo que nadie quería era el palacio y la finca. Por lo visto, para hacerse heredero de una cosa así hay que pagar un auténtico pastón en impuestos a cambio de nada, porque como el palacio está considerado bien cultural protegido, catalogado y no sé cuántas cosas más, no se puede derribar para edificar pisos de lujo, que es lo que lo que a mis parientes les habría hecho verdadera ilusión familiar. Así que para mis tíos y primos, "Villa Leonor" no solo carece del más mínimo valor sino que no les habría acarreado más que problemas. En cambio, nosotros, al ser una asociación cultural sin ánimo de lucro, pagamos poquísimos impuestos. Y aun para esos gastos, mi tía-abuela nos ha dejado también algún dinero.
-Estaba en todo, la señora.
-Por cierto... eso de que seamos una asociación sin ánimo de lucro, quizá habría que replanteárselo ¿no creéis? -preguntó Gonzalo, que ya empezaba a destaparse como el mago de las finanzas que llegaría a ser. Aunque en aquella ocasión nadie le hizo el menor caso.
-Propongo un nuevo brindis por doña Mariana -dijo Raúl, alzando su copa.
-¡Vivadoñamariana! -gritó Ricardo, como inmerso en una boda rural.
-¡Vivá! -respondimos todos, como un solo hombre.
Fue al terminar esa copa cuando Raúl se encaró de nuevo con Natalia.
-Bien. Ahora, danos las malas noticias.
Todos contuvimos la respiración.
-¿Qué malas noticias, Raúl? -preguntó Candela.
Nuestro director sonrió antes de responder.
-A mí no me la das, chiquilla -dijo "chiquilla" mirando a Natalia pero yo creo que hablaba para todos-. Te recuerdo que aquí, el único que peina canas, algo prematuras por cierto, soy yo. Los años que os llevo me dicen que las cosas nunca son tan sencillas. Nos has contado lo bueno; pero estoy seguro de que hay una parte fea de la que aún no nos has hablado. ¿Me equivoco?
Natalia hizo un mohín. Uno de aquellos gestos suyos que conseguían que las piedras se derritiesen, que los pajaricos cayeran fulminados de los árboles y que a mí se me detuviese el corazón durante un rato.
(PARÉNTESIS POR NATALIA)
¡Oh, Dios mío, qué guapa era...! No os he dicho todavía lo guapa que era ¿verdad? Pues lo era. Guapa de verdad. Guapísima. Natalia era... cómo os diría... Era como... como una virgen de Tintoretto. Eso, suponiendo que Tintoretto pintase vírgenes y las pintase muy muy guapas, que ahora, la verdad, no lo tengo claro. Yo creo que todos los chicos del grupo soñábamos con ella cada noche. Incluso los que tenían novia. Yo, por ejemplo... bueno, ahora, casualmente, no tenía novia; pero la había tenido. Elisa, se llamaba. Y objetivamente, para un observador externo que diría Einstein, estaba la mar de buena. Pero Natalia... Natalia era cosa aparte. Era como... no sé. Como... no sé. Perfecta: Simpática, inteligente, atractiva, excelente actriz. Encima, nunca se lo creyó. ¡Y no tenía novio!
Bueno, claro, cómo iba a tener novio, ahora que lo pienso... A ver quién es el insensato que se enrolla con una tía perfecta.
(FIN DEL PARÉNTESIS)
-En efecto, la donación tiene condiciones - admitió, finalmente, nuestra primera actriz.
El anuncio nos produjo un colectivo rictus de seriedad y preocupación. Alguien resopló con fastidio. A alguien se le escapó un "ya me parecía a mí...". A Gonzalo, creo.
-Hala, va, suéltalo de una vez o vas a acabar con nosotros -le apremió Raúl- ¿Qué condiciones son esas?
Todos nos aproximamos a nuestra compañera para no perder detalle. Hasta Néstor, el camarero, permaneció a nuestro lado, bandeja en mano, atentísimo a las palabras de Natalia. Ella, entonces, sacó del bolsillo un papelito y comenzó a leer una serie de anotaciones escritas a mano.
-La primera, debemos hacer de "Villa Leonor" la sede social y permanente de nuestra compañía teatral. Por supuesto, no podemos alquilar la finca ni el palacio, ni siquiera en parte, ni destinarlo a otros usos. Si el grupo se disolviese o nos dedicásemos a otra actividad cualquiera, perderíamos el derecho de usufructo.
Los murmullos expresaron aprobación y alivio a partes iguales.
-Eso, hoy por hoy, no es ningún problema -comentó Raúl, al punto-. Al contrario, convertirlo en nuestra sede es justo el uso que necesitamos darle.
-¡Y tanto! -confirmó Gonzalo, que se había erigido en los últimos meses, de facto, en administrador y tesorero del grupo-. Así nos ahorramos el alquiler de nuestra birria de local que, aun reconociendo que es una ganga, nos supone una pasta gansa al año, habida cuenta del ridículo monto de nuestra facturación.
-¿Pero en qué idioma habla este? -protestó Candela.
-Por cierto -continuó un Gonzalo sin frenos, seguramente a causa de la imprevista ingesta de cava- espero que me proporcionéis la satisfacción de ser yo quien le comunique al impresentable del propietario que nos largamos de su infecto criadero de gatos de la calle Pabostría para siempre jamás. ¿Me haréis ese favor?
-Concedido -dijo Raúl.
-¿Puedo seguir -preguntó una Natalia cada vez más molesta.
-¡Pues claro! Sigue, sigue.
Esperó hasta asegurarse de que todos la mirábamos con atención y consultó de nuevo sus notas.
-Lo segundo es un poco más raro -reconoció entonces nuestra espectacular compañera.
-Lo sabía -murmuró de nuevo Candela, entre dientes-. Lo sabía. Ahora es cuando viene lo imposible. ¿De qué se trata? ¿Tenemos que convertirnos todos al budismo? ¿Debemos escalar el Kanchenjunga sin oxígeno?
Natalia Costas miró a Candelaria Silvela con cara de poquísimos amigos. O sea, como hacía habitualmente.
-Oye, chata -le espetó- que mi tía-abuela podría ser algo excéntrica pero no estaba mal de la cabeza.
-¿Ah, no? ¿Quieres decir que lo tuyo no viene de familia? ¡Qué raro!
Naturalmente, Jaime y yo tuvimos que intervenir para que aquello no acabase en Urgencias del Hospital Provincial. La verdad, no sé qué les ocurría en aquella época pero lo cierto era que Candela y Natalia llevaban unas cuantas semanas en que no se podían ni ver. Unas doscientas semanas, para ser más preciso.
-Termina de una vez, Natalia, por Dios, que nos tienes a todos sobre ascuas -le rogó Raúl, una vez que logramos apartarla de las uñas retráctiles de Candela.
Natalia se hizo de rogar todavía unos minutos, mientras recuperaba la calma. Pero, por fin, asombrosamente antes del anochecer, logramos enterarnos de la condición máxima que debíamos cumplir para poder acceder al usufructo vitalicio del Palacio Luzuriaga y de la finca aneja.
-Tenemos que montar y representar en función pública, en el plazo de un año, y con nuestro habitual buen hacer, una de las obras de teatro de su autor favorito.
Silencio sepulcral.
-¿Eso es todo? -preguntó Raúl, después.
-Pues sí. Eso es todo.
-¡Bueno...! ¡Nada más fácil para nosotros! Porque, por si alguien no lo recuerda, somos un grupo de teatro.
Un múltiple gruñido de satisfacción siguió a las palabras de Jaime.
-Un momento, un momento -rogó Raúl, cortando de cuajo toda manifestación de alegría-. No tiréis fuegos artificiales antes de hora. Lo primero: ¿Quién era el autor favorito de doña Mariana? No sería Alejandro Casona. Lo digo por lo de "Los árboles mueren de pie".
Natalia negó con la cabeza.
-¿Jean Anouilh, quizá? -preguntó Rosa, abriendo la veda a los demás.
-¿Miguel Mihura? -preguntó Jaime.
-¿Jardiel Poncela? -pregunté yo.
-¿Antonio Gala? -preguntó Candela.
-¿Buero Vallejo? -preguntó Alicia.
-¿Luigi Pirandello? -preguntó Gonzalo.
-¿August Strindberg? -preguntó Miguel Ángel.
-¿Ramón y Cajal? -preguntó Paco, llevándose una hermosa colleja en la nuca de parte de Rosa.
-Eso, para que no digas más tonterías.
Natalia respondía a todos nuestros intentos con sonrientes negativas. Por fin, se apiadó de nosotros y decidió cerrar aquel emocionante período de incertidumbre con seis palabras que abrieron una nueva incógnita y que, aunque entonces ninguno de nosotros podía siquiera sospecharlo, iban a condicionar nuestras vidas durante un largo período de tiempo.
- Se trata de... Vicente Blasco Ibáñez.
BARROS Y CAÑAS
-¿Vicente Blasco Ibañez? -repitió Raúl, frunciendo el ceño.
-¿Quién es Vicente Blasco Ibáñez? -preguntó Gonzalo.
-El autor de "Cañas y barro" y "La barraca", entre otras -le susurré.
-Ah... ya, ya, ya... La Barraca, claro. La Barraca... ¿Será posible? Fíjate, que me suena un montón y no sé de qué.
-Ya sospechaba que no leías libros -le interpeló Candela -. Pero que ni siquiera veas la televisión...
-¿Cómo? ¿Ese Blasco Ibáñez sale en la televisión? ¡Ah, claro...! ¿No es el de "Historias para no dormir"?
-¡No hombre! Ese es Ibáñez Serrador.
-¿En qué programa sale este otro, entonces?
-¡Él, no! ¡La barraca, hombre! Hicieron una serie con ella. ¿No te acuerdas? La albufera de Valencia, los amores del Tonet y la Neleta...
Gonzalo hinchó los carrillos antes de negar con la cabeza.
-Ni idea. Pero, vamos, lo mío no cuenta, que ya sabéis que soy más de fútbol que de teatro. Si tenemos que preparar "La Barraca" para quedarnos en el palacio, lo hacemos y no se hable más -propuso Gonzalo.
-El problema es que La Barraca es una novela, no una obra de teatro.
-Ah. Vaya por Dios... Y la otra... ¿Cómo era...? ¿Barros y cañas?
-Esa parece divertida -murmuró Alicia-. ¿No es de unos tipos que se van de marcha y se emborrachan como piojos...?
-Lo primero, no es "Barros y cañas" sino "Cañas y barro" -corrigió Raúl, ya un poquitín nervioso-. Lo segundo, pese a las cañas del título, no tiene nada que ver con borracheras y similares. Lo tercero, de divertida, nada. Y, por último, se trata también de una novela. Como Sangre y arena, Arroz y tartana, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Entre naranjos...
-¡Ay! ¡Ahora me acuerdo! Yo he leído de ese hombre "La vuelta al mundo de un novelista" -intervino Rosa -. Bueno, la empecé a leer el verano pasado porque me la recomendó mi madre, que me dijo que era buenísima; pero la dejé antes de la mitad. Es un libro de viajes. Vamos, que tampoco es teatro.
-Huy, huy, huy qué raro... -rezongó Gonzalo-. Querría equivocarme pero a mí, esto me empieza a sonar a la típica condición imposible.
-¿El qué?
-¡Sí, hombre...! La señora nos pide representar una obra teatral de un autor que nunca escribió teatro. Vamos, que aparentemente nos deja el palacio pero luego resulta que no. A ver si todo esto va a ser una jugarreta de la dichosa doña Marina.
-Mariana, no Marina.
Aclaró su sobrina-nieta. Y a mí me pareció que pretendía seguir hablando, pero Ricardo, tan temperamental como siempre, lanzó uno de sus habituales exabruptos.
-¡Qué poca vergüenza! Reírse así de unos pobres adolescentes aficionados al teatro.
-Oye, majo, adolescente lo serás tú -le replicó Candela.
Los demás comenzamos también a manifestar libremente nuestra indignación por lo que parecía una broma de mal gusto de la difunta pariente de Natalia, así que pronto tuvo Raúl que ganar la atención de todos alzando los brazos.
-Calma, calma... -rogó-. No hay por qué pensar que se trata de un engaño. ¿Qué iba a ganar doña Mariana con semejante cosa? ¡Nada! Nadie ha dicho que Blasco Ibáñez no escribiese teatro. Aunque su principal producción literaria sean novelas, creo que fue un autor muy prolífico. Seguramente también escribiría algunas comedias, aunque no sean tan conocidas como el resto de su obra. Lo que tenemos que hacer es indagar el asunto. Propongo crear una comisión de investigación al respecto. ¿Quién se apunta conmigo?
Y se me quedó mirando. Yo, a mi vez, miré a Gonzalo, que se encogió de hombros con resignación.
-Vaaale... -dijimos los dos a un tiempo.
Al cabo de unos minutos, vimos claro que la celebración ya no daba más de sí. Llegaron los comentarios banales y hasta Néstor perdió interés por nosotros.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Rosa, de repente-. Cualquier otro sábado aún nos quedaría más de una hora de ensayo.
Y fue Natalia quien respondió con una propuesta irrechazable.
-¿Qué os parece si vamos a echarle un vistazo al palacio? -preguntó, sonriente, con un aleteo de pestañas que nos revolvió el pelo, exhibiendo un manojo de llaves que, por su tamaño, podrían haber sido las del Reino de los Cielos-. No vaya a ser que no nos guste y estemos aquí discutiendo por nada.