MAURICIO AMIGO MÍO
Un relato infernal descatalogado
(del extinto libro TRAS LA FRONTERA)
Aunque llegué a apreciarle enormemente, no hay por qué negar que Mauricio siempre fue un don nadie. Parecía permanentemente empeñado en no llamar la atención por circunstancia alguna. Siempre correcto en el trato, sin las estridencias ni salidas de tono de algunos de sus compañeros. Siempre aseado, aunque jamás resplandeciente. Siempre firme, pero sin llegar a la estúpida rigidez militar de que otros hacían gala. Respetuoso con sus superiores pero nunca rastrero ni adulador.
Resultado de esa mediocridad -indiscutiblemente meditada, levantada a pulso- era su casi perfecto pasar desapercibido. A veces me pregunto si alguien más, aparte de nosotros, tenía constancia de su existencia.
Por eso se sorprendió sobremanera -yo diría que casi, casi se alarmó- cuando aquel día lo llamaron del Alto Mando.
Es cierto que ni siquiera se molestaron en avisarle personalmente: se limitaron a colocar su nombre en el tablón de anuncios, con la seguridad de que él, como buen suboficial, estricto cumplidor del reglamento, lo leería a diario.
La realidad era muy otra. Mauricio no había prestado atención al tablón de anuncios desde hacia siglos. Literalmente. Justo desde que se examinó de las oposiciones restringidas para ascenso a oficial por la escala de complemento. Eso sí, aún recordaba, con una mezcla de nostalgia y resquemor, aquella época en la que, nada más levantarse, corría cada mañana hasta el tablón, esperando que hubiese aparecido la relación de aprobados.
Cuando, al cabo de dos semanas de angustiosa espera, se hizo pública la dichosa lista, Mauricio no figuraba en ella.
Aquella misma noche, en su apartamento, tiró a la basura los libros y los cuadernos, los apuntes y los temarios y también, claro, el precioso uniforme de oficial, a la medida, que se había hecho confeccionar anticipadamente, en un arrebato de optimismo.
Como consecuencia de todo ello, a partir de ese momento, el tablón de anuncios oficiales dejó de ser objeto su interés.
Por suerte, aquella mañana su amigo Diógenes echó un vistazo a los llamamientos del Alto Mando, vio su nombre y, cuando ambos coincidieron en la cafetería a la hora del desayuno, puso a Mauricio al corriente de la noticia.
Buen muchacho, este Diógenes. Y con futuro, ya lo creo. Un auténtico demonio de primera clase, ambicioso y sin escrúpulos, de los que día a día ascienden en el escalafón haciéndose con más y mayores influencias. Diógenes es hábil y astuto; y no me cabe duda alguna de que no pasará mucho tiempo antes de que disponga de su propio despacho. Y, con un poco de paciencia... ¿quién sabe? Satanás podrá ser eterno pero los siglos no pasan en balde y de todos es sabido lo mucho que cansa ejercer el poder absoluto.
Y, frente a la juventud y demostrada valía de Diógenes, la insustancial madurez de Mauricio.
En el fondo, un pobre diablo.
Una auténtica preciosidad de secretaria, de melena caoba, con grandes ojos inyectados en sangre, lo condujo hasta una antesala y, con siniestra sonrisa, le rogó que tuviera la maldad de aguardar unos instantes.
Durante la espera, Mauricio se preguntó por enésima vez acerca de las razones de aquel inesperado llamamiento.
Sabía, eso sí, que no podía tratarse de nada bueno. En el Averno no hay felicitaciones, ni palmaditas en la espalda.
Sólo broncas. Broncas infernales.
Deseó fervientemente que la suya no fuese demasiado grande.
Condenado lugar...
El aire acondicionado mantenía la temperatura bien por encima de los cincuenta grados. Pese a ello, Mauricio no pudo evitar que unos molestisimos escalofríos le recorriesen intermitentemente la espina dorsal. No solo el intenso calor sino también el olor a azufre que casi llegaba a hacerse molesto, indicaba a las claras que uno se hallaba en la zona principal. En las Bajas Esferas. Así pues, tras las innumerables puertas del famoso Pasillo de la Izquierda, se encontraban los jefazos. Casi nada. El Mal en persona.
Mientras paseaba a grandes zancadas por la estancia, llamaron su atención unas grandes litografías colgadas de la pared, en las que se representaba la compleja composición del Infierno. En aquel gigantesco plano a escala, Mauricio buscó su Sección, representada por un minúsculo cuadradito y un número de seis cifras. Lo contempló con cariño y una cierta dosis de orgullo. Apoyó sobre él su dedo índice y musitó: ¿Sabes? Las cosas serán como sean pero aquí, tú eres el jefe.
Naturalmente, su Sección de Calderas (SCaI) estaba incluida en un Sector (Sec) y este, en una División (Div). Seis Divisiones -nueve, en casos excepcionales- formaban una Región Infernal (Rlnf). Actualmente, según era bien sabido, el Infierno estaba constituido por seiscientas sesenta y seis Regiones Infernales. No obstante, no faltaban voces que aseguraban que, en realidad, lo que ellos llamaban Infierno no era sino una parte del auténtico Gran Averno, que estaría formado por Satán sabe cuántos pequeños Infiernos como el que ellos conocían.
- ¿Quiere acompañarme? El Jefe de Personal le espera.
Mauricio no logró contestar ni sí, ni no. Simplemente, se levantó de la silla como impulsado por un muelle y siguió los pasos de la secretaria. Mientras lo hacía, sintió que le temblaban las rodillas y por primera vez en su dilatada vida, comenzó a sudar. ¡El Jefe de Personal, nada menos! ¿Qué podía querer de un sencillo e insignificante Suboficial Encargado de Sección de Calderas (SubEnSCal) como él? Debía de tratarse de algo espantosamente terrible.
Y efectivamente, así fue.
-Siéntese, suboficial Mauricio -dijo el Jefe de Personal con sibilante pronunciación.
-Con su permiso, señor.
-jOh...! No es preciso que me llame señor. No soy militar de carrera, como usted, sino un simple funcionario. Puede llamarme jefe.
-Sí, jefe.
-Bien... le he mandado llamar porque desde hace algún tiempo hemos observado ciertas.., irregularidades en su Sección.
Mauricio permaneció impasible. Petrificado, más bien. Y con la mirada clavada en la punta de la nariz del Jefe de Personal quien, tras una pausa y un carraspeo, se decidió a continuar.
-Por ejemplo, y para ir directamente al asunto: la semana pasada una de sus calderas permaneció incomprensiblemente apagada durante media jornada. Se trata de un episodio realmente insólito... y usted ni siquiera informó a su inmediato superior. Tendrá alguna explicación para ello, supongo.
Ahora fue el jefe quien miró fijamente a Mauricio. Al fondo de los ojos. Mauricio pareció quedarse en blanco durante unos segundos. Luego, vaciló angustiosamente.
-Puede que... que fallase el suministro y...
-¡Déjese de comediasl -ladró el jefe con dureza-. Usted sabe que el suministro de energía a las calderas es prioritario y que nunca ha fallado ni fallará. Si esa caldera permaneció apagada fue, simple y llanamente, porque usted lo permitió. Dígame la razón.
Mauricio sintió que sus nervios se serenaban de golpe. Ahora ya conocía el motivo por el que se encontraba allí. Y al comprender que todo fingimiento sería inútil, le invadió una oleada de tranquilidad. Además, se percató de que su actitud, por muy antirreglamentaria que fuera, no le avergonzaba en absoluto.
-Verá, jefe. Es muy sencillo: Hice una apuesta... y perdí. Eso es todo.
El Jefe de Personal dejó caer la mandíbula inferior como si hubiese recibido un garrotazo entre los cuernos.
-¿Cómo? ¿Que usted...? -logró balbucir, al fin.
-Los condenados de la caldera número diez me apostaron media jornada de descanso a que podían adivinar mi edad en un máximo de seis intentos. Me pareció poco probable que lo consiguieran. Trato de conservarme en plena forma y no represento los años que tengo...
-iAl grano!
-¡Ejem! Pero... por lo visto, uno de ellos es aficionado a las matemáticas y conoce multitud de juegos de este tipo y... bueno, el caso es que acertaron.
-jEsto es increíble! - bramó el jefe.
-Aparentemente, sí. Sin embargo, al parecer, todo se reduce a un sencillo cálculo de probabilidades que...
-jMe refiero a su actitud, suboficial! ¿Dónde se ha visto que un demonio se dedique a hacer apuestas con los condenados?
Mauricio abrió los brazos.
-En las ordenanzas no se prohíbe expresamente. Sé lo que me digo porque las conozco a la perfección. Por otro lado... compréndalo, jefe. El trabajo aquí es tan monótono, tan... aburrido...
El Jefe de Personal sintió una especie de vahído. ¡Aburrido! ¡El Infierno, aburrido! ¿Cómo podía decir nadie semejante cosa?
-Pero no acaba aquí el asunto -prosiguió, tras consultar sus notas-. Tenemos contra usted una acusación aún más perturbadora. Según hemos sabido, el pasado mes omitió dar a uno de los condenados su correspondiente ración de tizonazos. ¿Qué tiene que decir a eso? ¿También fue por una estúpida apuesta?
-No. No, jefe, no. Ya no ha habido más apuestas.
- ¡Diablol Menos mal... ¿Entonces?
-Es que el muchacho...
-El condenado setecientos doce, quiere usted decir.
-Sí, ese mismo. ¡Ejem...! Eeeh... no se encontraba bien ese día y me pareció una crueldad innecesaria darle sus doce tizonazos reglamentarios.
El Jefe, obviamente desconcertado, abrió un par de veces la boca, como un pez de colores, mientras miraba sucesivamente al techo y al retrato de Lucifer que presidía el despacho.
-De modo.., que no se encontraba bien -musitó, al poco.
-Así es. Se hallaba muy deprimido desde hacía unos días. Y, además, padece del estómago, el pobre, ¿sabe usted?
El jefe se mesó los escasos cabellos.
-Pero, Mauricio... ¿está usted de broma?
El demonio alzó las palmas de las manos.
-No, jefe, por supuesto que no, Satán me libre. Lo de su estómago es rigurosamente cierto. Lo he comprobado personalmente. ¡Menudo soy yo! Tiene una úlcera de duodeno así de gorda, se lo puedo garantizar.
-jMauricio! -bramó el jefe, perdidos ya los estribos-. ¡Esto es el Infierno! ¡Los condenados vienen aquí a pasarlas canutas! ¡A achicharrarse en el fuego eterno! ¡A abrasarse perpetuamente en las brasas incombustibles de... del... ¡Y usted se preocupa de si les duelen las tripas! ¡Demonios, no me fastidie...!
-Es que soy de la opinión de que no todos los condenados son iguales. Me he tomado la molestia de leer el expediente de ese chico...
-Que ha hecho usted... ¿qué?
- ...Y yo diría que está aquí por error.
- ¿Eh?
- Desde luego, mató a su novia a puñaladas, de eso no hay duda ¡pero! lo hizo cegado por los celos, impulsado por un arrebato incontrolable ¿me explico? Y no es que yo quiera defenderle, pero lo cierto es que le habría podido pasar a cualquiera, porque la novia de marras, de quien también me he permitido leer el expediente...
-iPero, bueno...!
-No tiene desperdicio, oiga. ¡Una fresca! Una fresca de tomo y lomo. Y ya sabemos cómo alteran estas cosas el normal raciocinio humano. Total, el muchacho la apuñala, se echa luego a la calle, aún completamente trastornado y zas! ¿qué cree que le ocurre?
-Ni idea.
-jLo atropella un autobús urbano!
-Vaya, hombre.
-Llega a este lado, en el juicio le corresponde un defensor novato que se arma un lío con las pruebas y ¡halal al Infierno de cabeza. ¿Se da cuenta, jefe? Está claro que debería revisarse el caso. Una cosa es ser malvado y otra, muy distinta, ser injusto.
El jefe había apoyado un codo en la mesa y la barbilla sobre el puño cerrado. Miraba a Mauricio como a un fenómeno de circo. Y lanzó un extraño gruñido antes de proseguir.
-Mire, Mauricio. Lo primero, usted no está aquí para interesarse por el historial de los condenados sino para cuidar de que no falte el aceite hirviente en las calderas. Y en segundo lugar... ¿a mí qué me cuenta? Si cree haber descubierto un error, vaya a hablar con Admisión o con el Gran Tribunal. ¡Con el mismísimo Lucifer, si le parece! Pero usted sabe tan bien como yo que el que entra en el Infierno es para no salir jamás. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué sería de nuestro prestigio, si no fuera así?
-Pues más a mi favor -insistió tercamente Mauricio-. Puesto que no hay solución posible, los Encargados de Sección deberíamos contar con la suficiente información sobre nuestros condenados.
-Escuche, Mauricio... -trató de cortar el jefe.
-Creo, sinceramente, que no los podemos tratar a todos de la misma forma durante toda la eternidad. Mire, jefe, yo tengo a mi cargo mil condenados, en números redondos. La mayoría ya estaban en la Sección cuando yo llegué, hace dos siglos y medio...
- ¡Mauricio!
- ...Y los conozco a todos por sus nombres y apellidos; sé perfectamente quiénes fueron unos desalmados sin disculpa y quiénes, unas simples víctimas de las...
- iBasta yaaa!
La pausa duró cerca de medio minuto. Durante la misma, Mauricio se percató de hasta qué punto se había pasado de la raya. A partir de aquí, la voz del Jefe de Personal adquirió un timbre diabólicamente inflexible.
- He consumido con usted más tiempo del previsto, Mauricio...
- Comprendo. Disculpe.
- ...Y encuentro, con profundo desagrado, que nuestras sospechas estaban más que fundadas. Así, pues, para no dilatar innecesariamente esta entrevista, voy a ceñirme al protocolo oficial. Leo textualmente -dijo, calándose unas horribles gafas de concha y tomando de su mesa un pliego repleto de sellos oficiales-. El Consejo Supremo, en sesión ordinaria, a la vista de los informes que obran en su poder; considerando: que el suboficial de primera Mauricio ha incumplido grave y reiteradamente sus obligaciones. Considerando: probadas estas acusaciones. Resuelve: ¡ejem...! relevar al suboficial de primera Mauricio, de su puesto al frente de la Sección 327896. En atención a su limpio expediente personal y a sus muchos años de servicio, se le mantiene en su empleo y grado y se le permite conservar la antigüedad a efecto de cobro de tridecenios. El acuerdo es efectivo a partir de su comunicación al interesado. Fecha de hoy.
Mauricio, el rostro desencajado, se incorporó lentamente.
- ¿Quiere eso decir que... que me quitan mi Sección?
El jefe tardó en responder pero, cuando lo hizo, fue afirmativamente. Acto seguido, alargó a Mauricio un sobre cerrado y lacrado.
-Aquí tiene su nuevo destino.
Oprimió un botón del interfono y la secretaria pelirroja se personó al instante.
-Acompañe a la salida al suboficial.
Mauricio estaba confuso. Se había preparado para casi cualquier cosa pero, desde luego, no para aquello.
-¡Espere, esperel -suplicó-. Usted sabe que esa Sección lo es todo para mí.... Me pregunto si no podría... ¿No podría usted interceder...?
El jefe estuvo a punto de verse invadido por un repugnante sentimiento de lástima. Pero logró sobreponerse y permanecer impasible. Así que Mauricio, tras sostenerle la mirada unos instantes, bajó la cabeza y se encaminó hacia la puerta. Antes de cruzaría, giró de nuevo sobre sus talones. Levantó en su mano el sobre lacrado.
-Dígame... ¿a dónde me envían?
El jefe inspiró profundamente antes de responder.
-Su nuevo destino es... el mundo.
El suboficial alzó las cejas.
- ¿EI... mundo? - preguntó, estupefacto - ¿Y qué se supone que debo hacer en el mundo?
- ¡Tentar a los hombres, naturalmente! Y a las mujeres, claro -respondió el jefe, con un aire falsamente jovial -. Ande, ande, vaya allí y procure mandarnos para acá la mayor cantidad posible de ellos.
Mauricio miró de hito en hito a su superior.
- ¿Me toma el pelo? - dijo -. Usted sabe que las personas se condenan por sí mismas, sin necesidad de ayuda alguna, y en cantidades muy superiores a las que podemos atender.
El jefe se quitó las gafas y se frotó con dos dedos el puente de la nariz.
- Escuche, Mauricio... ¿quiere que le sea sincero?
- La verdad, a estas alturas se lo agradecería.
- Muy bien. Sinceramente, entonces: No es usted un buen diablo. En los últimos tiempos se ha vuelto demasiado... demasiado poco malvado ¿me comprende? En su caso, el mundo no es un destino sino, más bien... un destierro.
- ¿Cómo...?
- Un destierro... a perpetuidad.
Ahora, sí. Ahora ya estaba todo claro. Mauricio lanzó a su jefe una última mirada. Lo hizo de una manera torpemente altanera, tratando, más que nada, de mantener la dignidad hasta el final. Salió del despacho y empezó a caminar muy deprisa por los pasillos del Alto Mando, dejando atrás a la secretaria. No la necesitaba para encontrar el camino hasta su Sección.
Cuando regresó de su entrevista con el Jefe de Personal, todos notamos de inmediato que algo malo le había sucedido.
Tras un saludo general, se me acercó.
-Hola, chaval. ¿Cómo anda tu estómago?
-Mejor, gracias. Los chicos me han conseguido, no sé cómo, un poco de bicarbonato.
-Estupendo...
Yo esperaba que continuase. Como no lo hizo, pregunté.
- ¿Oué ha ocurrido, Mauricio? Has traído muy mala cara. Peor de la que luces habitualmente, quiero decir. Ya me entiendes.
Antes de responder, paseó una lenta mirada por lo que, hasta entonces, habían sido sus dominios.
- Me echan ¿sabes? - dijo, de sopetón -. Me quitan el mando de la Sección. Me envían a ese maldito mundo tuyo.
Aunque en el Infierno no existe el tiempo yo debí de tardar un buen rato en analizar el significado de aquellas palabras. Luego, consternado, dije la primera tontería que se me ocurrió.
- iVaya por Dios! Lo siento de veras. Y no sabes cuánto te vamos a echar de menos.
Lo d!je con total sinceridad. No sólo porque cualquier sustituto, cualquiera, sería siempre peor que Mauricio sino, sobre todo, porque había llegado a apreciarle sinceramente y estaba seguro de que él no era merecedor de semejante trato.
- Y... ¿cuándo te marchas?
- Buena pregunta.
Abrió el sobre que llevaba en la mano y leyó en silencio su contenido.
- Según parece, ahora mismo.
- ¿Cómo? - grité -. ¿Ahora mismo? ¿Ya? ¿Sin... despedirte siquiera?
Hizo con el papel una bola y la arrojó a las llamas que alimentaban mi caldera.
- Al parecer, tres siglos largos de servicio, no dan ni para eso.
Se alejó de mí con tres zancadas de fiera y, de pronto, se detuvo, se volvió, se me quedó mirando. Lo hizo largamente y con una intensidad que consiguió emocionarme. Emocionarme y aterrorizarme. Entonces, tras un imperceptible titubeo, se me acercó. Acababa de tomar una decisión inaudita. Me señaló con el dedo.
- Sal de ahí y vístete - dijo -. ¡Deprisa! Vas a venir conmigo.
- ¿Yo? ¿A dónde?
- ¿A dónde va a ser, hombre? Ahí fuera.
- ¿Fuera?
- Fuera de aquí.
"Se ha vuelto loco" - pensé.
- Te has vuelto loco - le dije -. Nadie puede escapar del Infierno.
- Y eso ¿quién lo dice?
- ¿Que quién lo...? ¡Y yo qué sé! Pero no se puede, Mauricio todo el mundo lo sabe. El Infierno es para siempre. Lo pone en el Catecismo. Creo.
- Tonterías - me respondió -. Lo que ocurre es que nadie lo ha intentado hasta ahora. ¿Vas a venir o no?
Me sentía tan confuso que aún vacilé.
- Espera, espera... ¿Qué me ocurrirá si nos descubren?
Mauricio resopló, ligeramente fastidiado.
- Que te condenarán a pasar en una caldera como ésta el resto de la eternidad. ¿Comprendes, imbécil?
Comprendí.
- Comprendo, comprendo... Nada que perder ¿eh? Bien. Entonces, de acuerdo, entonces. Vámonos.
Tras secarme el aceite que me chorreaba por todo el cuerpo, me enfundé la sencilla túnica de arpillera que constituye el uniforme de los condenados. Mauricio me colocó unos grilletes en torno a las muñecas. Confiaba en que sirviesen para alejar las sospechas de quienes pudieran cruzarse con nosotros.
Y echamos a andar.
En pocos minutos llegamos al límite de la Sección, pero nos llevó muchísimo tiempo y esfuerzo cruzar el resto del Sector y aun mucho más que eso salir de nuestra Región Infernal. Anduvimos a continuación un tiempo interminable por interminables pasillos, generalmente vacíos. Sólo muy de vez en cuando nos cruzábamos con algún demonio raso que saludaba a Mauricio. Pero él no hacía caso de nadie.
Atravesamos corredores tan largos que asomarse a ellos provocaba un vértigo insoportable. Mantuvimos siempre una marcha regular, sólo alterada por media docena de ocasiones en que Mauricio apretó de tal forma el paso que casi me llevaba a rastras.
Por fin, cuando yo ya tenía la sensación de que vagar encadenado por el Infierno iba a constituir el resto de mi no existencia, nos detuvimos ante una gran puerta metálica.
- Ahí encontraras ropa - me dijo Mauricio -. Última moda. Cámbiate.
Así lo hice y, tras ello, reemprendimos la marcha. Más y más pasillos y corredores. Enormes tramos de escaleras que siempre teníamos que subir, pues nunca descendimos ni un peldaño. Puertas y más puertas. Ascensores. Pasadizos. Siempre adelante, sin descanso, sin titubeos. Minuto tras minuto, paso tras paso. Adelante y arriba. Arriba y adelante. ¿Horas? ¿Días? Sin cruzar palabra. En varias ocasiones Mauricio me empujó violentamente hacia un rincón o tras alguna esquina para evitar encuentros comprometedores. Ni aun entonces despegaba los labios. Pasado el peligro, continuábamos nuestra marcha. Adelante. Siempre adelante...
Ascendíamos por una más de las innumerables escaleras mecánicas que habíamos hallado a nuestro paso cuando me pareció percibir un cambio sutil, casi imposible de describir. Quizá el aire se tornase levemente más ligero o límpido. O su olor variase levemente, no sé.
Olvidando toda precaución, lancé a Mauricio una mirada interrogante que, al fin, acabó con su mutismo.
- En efecto. Acabamos de salir - dijo, simplemente.
Casi al instante caí en la cuenta de que mi corazón vía a latir. Percibí la incomparable y casi olvidada sensación del pulso en mi cuello, en mis sienes, en mis muñecas. Sentí la incontenible necesidad de respirar y así, mis pulmones se desplegaron de nuevo, después de tanto, tanto tiempo. Estábamos en los pasillos del "metro" de una gran ciudad. Una cualquiera. Mientras estudiantes presurosos y presurosos trabajadores nos lanzaban miradas furtivas, Mauricio me condujo hasta un rincón y me despojó de los grilletes.
- Ha llegado el momento de separarnos. A partir de ahora podrías tener problemas si continuases a mi lado.
Una pregunta me rondaba por la mente casi desde el momento, ya tan lejano, en que abandonamos la Sección. Me di cuenta de que, si no se la formulaba ahora, quedaría para siempre sin respuesta.
- Oye, Mauricio...
- ¿Qué?
- Dime una cosa: ¿Por qué yo? ¿Por qué yo y nadie más? ¿Por qué yo y no otro?
Mauricio esbozó una mueca amarga e indescifrable.
- Eras el único que podía regresar. Traer de vuelta a alguien que hubiera faltado del mundo quinientos, doscientos o incluso solo cien años, habría supuesto gastarle una broma demasiado cruel. Una década, en cambio, no es un lapso definitivo. Te costará, desde luego; pero conseguirás rehacer tu vida, estoy seguro.
Sentí una leve desilusión.
- Así que era sólo eso...
- Claro. ¿Qué pensabas? ¿Qué me había enamorado de ti?
- No, claro que no, pero... bueno, llegué a pensar que... que había sido, más bien, cuestión de amistad.
Mauricio sacudió la cabeza lentamente.
- Las tonterías que se os ocurren a los hombres ¿eh?
- Pero... supongo que volveremos a vernos ¿verdad?
Por un instante me pareció - iqué bobada! - que sonreía.
- Eso, puedes darlo por seguro. Este mundo tuyo es tan, tan pequeño...
Me tendió la mano y yo se la estreché con fuerza. Su piel me dio la sensación de estar ardiendo y él debió de sentir la mía fría como el hielo. Pero ambos apretamos los dientes y aguantamos.
Luego, sin añadir palabra, dio media vuelta y se encaminó hacia un tramo de escaleras en lo alto del cual se adivinaba ya la luz del día. Varios respetables ciudadanos se apartaron de su camino ahogando gritos de espanto.
Mauricio ni siquiera los miró. Se arrebujó en su capa roja y comenzó a subir los escalones de dos en dos.
Tiritaba de frío.
Resultado de esa mediocridad -indiscutiblemente meditada, levantada a pulso- era su casi perfecto pasar desapercibido. A veces me pregunto si alguien más, aparte de nosotros, tenía constancia de su existencia.
Por eso se sorprendió sobremanera -yo diría que casi, casi se alarmó- cuando aquel día lo llamaron del Alto Mando.
Es cierto que ni siquiera se molestaron en avisarle personalmente: se limitaron a colocar su nombre en el tablón de anuncios, con la seguridad de que él, como buen suboficial, estricto cumplidor del reglamento, lo leería a diario.
La realidad era muy otra. Mauricio no había prestado atención al tablón de anuncios desde hacia siglos. Literalmente. Justo desde que se examinó de las oposiciones restringidas para ascenso a oficial por la escala de complemento. Eso sí, aún recordaba, con una mezcla de nostalgia y resquemor, aquella época en la que, nada más levantarse, corría cada mañana hasta el tablón, esperando que hubiese aparecido la relación de aprobados.
Cuando, al cabo de dos semanas de angustiosa espera, se hizo pública la dichosa lista, Mauricio no figuraba en ella.
Aquella misma noche, en su apartamento, tiró a la basura los libros y los cuadernos, los apuntes y los temarios y también, claro, el precioso uniforme de oficial, a la medida, que se había hecho confeccionar anticipadamente, en un arrebato de optimismo.
Como consecuencia de todo ello, a partir de ese momento, el tablón de anuncios oficiales dejó de ser objeto su interés.
Por suerte, aquella mañana su amigo Diógenes echó un vistazo a los llamamientos del Alto Mando, vio su nombre y, cuando ambos coincidieron en la cafetería a la hora del desayuno, puso a Mauricio al corriente de la noticia.
Buen muchacho, este Diógenes. Y con futuro, ya lo creo. Un auténtico demonio de primera clase, ambicioso y sin escrúpulos, de los que día a día ascienden en el escalafón haciéndose con más y mayores influencias. Diógenes es hábil y astuto; y no me cabe duda alguna de que no pasará mucho tiempo antes de que disponga de su propio despacho. Y, con un poco de paciencia... ¿quién sabe? Satanás podrá ser eterno pero los siglos no pasan en balde y de todos es sabido lo mucho que cansa ejercer el poder absoluto.
Y, frente a la juventud y demostrada valía de Diógenes, la insustancial madurez de Mauricio.
En el fondo, un pobre diablo.
Una auténtica preciosidad de secretaria, de melena caoba, con grandes ojos inyectados en sangre, lo condujo hasta una antesala y, con siniestra sonrisa, le rogó que tuviera la maldad de aguardar unos instantes.
Durante la espera, Mauricio se preguntó por enésima vez acerca de las razones de aquel inesperado llamamiento.
Sabía, eso sí, que no podía tratarse de nada bueno. En el Averno no hay felicitaciones, ni palmaditas en la espalda.
Sólo broncas. Broncas infernales.
Deseó fervientemente que la suya no fuese demasiado grande.
Condenado lugar...
El aire acondicionado mantenía la temperatura bien por encima de los cincuenta grados. Pese a ello, Mauricio no pudo evitar que unos molestisimos escalofríos le recorriesen intermitentemente la espina dorsal. No solo el intenso calor sino también el olor a azufre que casi llegaba a hacerse molesto, indicaba a las claras que uno se hallaba en la zona principal. En las Bajas Esferas. Así pues, tras las innumerables puertas del famoso Pasillo de la Izquierda, se encontraban los jefazos. Casi nada. El Mal en persona.
Mientras paseaba a grandes zancadas por la estancia, llamaron su atención unas grandes litografías colgadas de la pared, en las que se representaba la compleja composición del Infierno. En aquel gigantesco plano a escala, Mauricio buscó su Sección, representada por un minúsculo cuadradito y un número de seis cifras. Lo contempló con cariño y una cierta dosis de orgullo. Apoyó sobre él su dedo índice y musitó: ¿Sabes? Las cosas serán como sean pero aquí, tú eres el jefe.
Naturalmente, su Sección de Calderas (SCaI) estaba incluida en un Sector (Sec) y este, en una División (Div). Seis Divisiones -nueve, en casos excepcionales- formaban una Región Infernal (Rlnf). Actualmente, según era bien sabido, el Infierno estaba constituido por seiscientas sesenta y seis Regiones Infernales. No obstante, no faltaban voces que aseguraban que, en realidad, lo que ellos llamaban Infierno no era sino una parte del auténtico Gran Averno, que estaría formado por Satán sabe cuántos pequeños Infiernos como el que ellos conocían.
- ¿Quiere acompañarme? El Jefe de Personal le espera.
Mauricio no logró contestar ni sí, ni no. Simplemente, se levantó de la silla como impulsado por un muelle y siguió los pasos de la secretaria. Mientras lo hacía, sintió que le temblaban las rodillas y por primera vez en su dilatada vida, comenzó a sudar. ¡El Jefe de Personal, nada menos! ¿Qué podía querer de un sencillo e insignificante Suboficial Encargado de Sección de Calderas (SubEnSCal) como él? Debía de tratarse de algo espantosamente terrible.
Y efectivamente, así fue.
-Siéntese, suboficial Mauricio -dijo el Jefe de Personal con sibilante pronunciación.
-Con su permiso, señor.
-jOh...! No es preciso que me llame señor. No soy militar de carrera, como usted, sino un simple funcionario. Puede llamarme jefe.
-Sí, jefe.
-Bien... le he mandado llamar porque desde hace algún tiempo hemos observado ciertas.., irregularidades en su Sección.
Mauricio permaneció impasible. Petrificado, más bien. Y con la mirada clavada en la punta de la nariz del Jefe de Personal quien, tras una pausa y un carraspeo, se decidió a continuar.
-Por ejemplo, y para ir directamente al asunto: la semana pasada una de sus calderas permaneció incomprensiblemente apagada durante media jornada. Se trata de un episodio realmente insólito... y usted ni siquiera informó a su inmediato superior. Tendrá alguna explicación para ello, supongo.
Ahora fue el jefe quien miró fijamente a Mauricio. Al fondo de los ojos. Mauricio pareció quedarse en blanco durante unos segundos. Luego, vaciló angustiosamente.
-Puede que... que fallase el suministro y...
-¡Déjese de comediasl -ladró el jefe con dureza-. Usted sabe que el suministro de energía a las calderas es prioritario y que nunca ha fallado ni fallará. Si esa caldera permaneció apagada fue, simple y llanamente, porque usted lo permitió. Dígame la razón.
Mauricio sintió que sus nervios se serenaban de golpe. Ahora ya conocía el motivo por el que se encontraba allí. Y al comprender que todo fingimiento sería inútil, le invadió una oleada de tranquilidad. Además, se percató de que su actitud, por muy antirreglamentaria que fuera, no le avergonzaba en absoluto.
-Verá, jefe. Es muy sencillo: Hice una apuesta... y perdí. Eso es todo.
El Jefe de Personal dejó caer la mandíbula inferior como si hubiese recibido un garrotazo entre los cuernos.
-¿Cómo? ¿Que usted...? -logró balbucir, al fin.
-Los condenados de la caldera número diez me apostaron media jornada de descanso a que podían adivinar mi edad en un máximo de seis intentos. Me pareció poco probable que lo consiguieran. Trato de conservarme en plena forma y no represento los años que tengo...
-iAl grano!
-¡Ejem! Pero... por lo visto, uno de ellos es aficionado a las matemáticas y conoce multitud de juegos de este tipo y... bueno, el caso es que acertaron.
-jEsto es increíble! - bramó el jefe.
-Aparentemente, sí. Sin embargo, al parecer, todo se reduce a un sencillo cálculo de probabilidades que...
-jMe refiero a su actitud, suboficial! ¿Dónde se ha visto que un demonio se dedique a hacer apuestas con los condenados?
Mauricio abrió los brazos.
-En las ordenanzas no se prohíbe expresamente. Sé lo que me digo porque las conozco a la perfección. Por otro lado... compréndalo, jefe. El trabajo aquí es tan monótono, tan... aburrido...
El Jefe de Personal sintió una especie de vahído. ¡Aburrido! ¡El Infierno, aburrido! ¿Cómo podía decir nadie semejante cosa?
-Pero no acaba aquí el asunto -prosiguió, tras consultar sus notas-. Tenemos contra usted una acusación aún más perturbadora. Según hemos sabido, el pasado mes omitió dar a uno de los condenados su correspondiente ración de tizonazos. ¿Qué tiene que decir a eso? ¿También fue por una estúpida apuesta?
-No. No, jefe, no. Ya no ha habido más apuestas.
- ¡Diablol Menos mal... ¿Entonces?
-Es que el muchacho...
-El condenado setecientos doce, quiere usted decir.
-Sí, ese mismo. ¡Ejem...! Eeeh... no se encontraba bien ese día y me pareció una crueldad innecesaria darle sus doce tizonazos reglamentarios.
El Jefe, obviamente desconcertado, abrió un par de veces la boca, como un pez de colores, mientras miraba sucesivamente al techo y al retrato de Lucifer que presidía el despacho.
-De modo.., que no se encontraba bien -musitó, al poco.
-Así es. Se hallaba muy deprimido desde hacía unos días. Y, además, padece del estómago, el pobre, ¿sabe usted?
El jefe se mesó los escasos cabellos.
-Pero, Mauricio... ¿está usted de broma?
El demonio alzó las palmas de las manos.
-No, jefe, por supuesto que no, Satán me libre. Lo de su estómago es rigurosamente cierto. Lo he comprobado personalmente. ¡Menudo soy yo! Tiene una úlcera de duodeno así de gorda, se lo puedo garantizar.
-jMauricio! -bramó el jefe, perdidos ya los estribos-. ¡Esto es el Infierno! ¡Los condenados vienen aquí a pasarlas canutas! ¡A achicharrarse en el fuego eterno! ¡A abrasarse perpetuamente en las brasas incombustibles de... del... ¡Y usted se preocupa de si les duelen las tripas! ¡Demonios, no me fastidie...!
-Es que soy de la opinión de que no todos los condenados son iguales. Me he tomado la molestia de leer el expediente de ese chico...
-Que ha hecho usted... ¿qué?
- ...Y yo diría que está aquí por error.
- ¿Eh?
- Desde luego, mató a su novia a puñaladas, de eso no hay duda ¡pero! lo hizo cegado por los celos, impulsado por un arrebato incontrolable ¿me explico? Y no es que yo quiera defenderle, pero lo cierto es que le habría podido pasar a cualquiera, porque la novia de marras, de quien también me he permitido leer el expediente...
-iPero, bueno...!
-No tiene desperdicio, oiga. ¡Una fresca! Una fresca de tomo y lomo. Y ya sabemos cómo alteran estas cosas el normal raciocinio humano. Total, el muchacho la apuñala, se echa luego a la calle, aún completamente trastornado y zas! ¿qué cree que le ocurre?
-Ni idea.
-jLo atropella un autobús urbano!
-Vaya, hombre.
-Llega a este lado, en el juicio le corresponde un defensor novato que se arma un lío con las pruebas y ¡halal al Infierno de cabeza. ¿Se da cuenta, jefe? Está claro que debería revisarse el caso. Una cosa es ser malvado y otra, muy distinta, ser injusto.
El jefe había apoyado un codo en la mesa y la barbilla sobre el puño cerrado. Miraba a Mauricio como a un fenómeno de circo. Y lanzó un extraño gruñido antes de proseguir.
-Mire, Mauricio. Lo primero, usted no está aquí para interesarse por el historial de los condenados sino para cuidar de que no falte el aceite hirviente en las calderas. Y en segundo lugar... ¿a mí qué me cuenta? Si cree haber descubierto un error, vaya a hablar con Admisión o con el Gran Tribunal. ¡Con el mismísimo Lucifer, si le parece! Pero usted sabe tan bien como yo que el que entra en el Infierno es para no salir jamás. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué sería de nuestro prestigio, si no fuera así?
-Pues más a mi favor -insistió tercamente Mauricio-. Puesto que no hay solución posible, los Encargados de Sección deberíamos contar con la suficiente información sobre nuestros condenados.
-Escuche, Mauricio... -trató de cortar el jefe.
-Creo, sinceramente, que no los podemos tratar a todos de la misma forma durante toda la eternidad. Mire, jefe, yo tengo a mi cargo mil condenados, en números redondos. La mayoría ya estaban en la Sección cuando yo llegué, hace dos siglos y medio...
- ¡Mauricio!
- ...Y los conozco a todos por sus nombres y apellidos; sé perfectamente quiénes fueron unos desalmados sin disculpa y quiénes, unas simples víctimas de las...
- iBasta yaaa!
La pausa duró cerca de medio minuto. Durante la misma, Mauricio se percató de hasta qué punto se había pasado de la raya. A partir de aquí, la voz del Jefe de Personal adquirió un timbre diabólicamente inflexible.
- He consumido con usted más tiempo del previsto, Mauricio...
- Comprendo. Disculpe.
- ...Y encuentro, con profundo desagrado, que nuestras sospechas estaban más que fundadas. Así, pues, para no dilatar innecesariamente esta entrevista, voy a ceñirme al protocolo oficial. Leo textualmente -dijo, calándose unas horribles gafas de concha y tomando de su mesa un pliego repleto de sellos oficiales-. El Consejo Supremo, en sesión ordinaria, a la vista de los informes que obran en su poder; considerando: que el suboficial de primera Mauricio ha incumplido grave y reiteradamente sus obligaciones. Considerando: probadas estas acusaciones. Resuelve: ¡ejem...! relevar al suboficial de primera Mauricio, de su puesto al frente de la Sección 327896. En atención a su limpio expediente personal y a sus muchos años de servicio, se le mantiene en su empleo y grado y se le permite conservar la antigüedad a efecto de cobro de tridecenios. El acuerdo es efectivo a partir de su comunicación al interesado. Fecha de hoy.
Mauricio, el rostro desencajado, se incorporó lentamente.
- ¿Quiere eso decir que... que me quitan mi Sección?
El jefe tardó en responder pero, cuando lo hizo, fue afirmativamente. Acto seguido, alargó a Mauricio un sobre cerrado y lacrado.
-Aquí tiene su nuevo destino.
Oprimió un botón del interfono y la secretaria pelirroja se personó al instante.
-Acompañe a la salida al suboficial.
Mauricio estaba confuso. Se había preparado para casi cualquier cosa pero, desde luego, no para aquello.
-¡Espere, esperel -suplicó-. Usted sabe que esa Sección lo es todo para mí.... Me pregunto si no podría... ¿No podría usted interceder...?
El jefe estuvo a punto de verse invadido por un repugnante sentimiento de lástima. Pero logró sobreponerse y permanecer impasible. Así que Mauricio, tras sostenerle la mirada unos instantes, bajó la cabeza y se encaminó hacia la puerta. Antes de cruzaría, giró de nuevo sobre sus talones. Levantó en su mano el sobre lacrado.
-Dígame... ¿a dónde me envían?
El jefe inspiró profundamente antes de responder.
-Su nuevo destino es... el mundo.
El suboficial alzó las cejas.
- ¿EI... mundo? - preguntó, estupefacto - ¿Y qué se supone que debo hacer en el mundo?
- ¡Tentar a los hombres, naturalmente! Y a las mujeres, claro -respondió el jefe, con un aire falsamente jovial -. Ande, ande, vaya allí y procure mandarnos para acá la mayor cantidad posible de ellos.
Mauricio miró de hito en hito a su superior.
- ¿Me toma el pelo? - dijo -. Usted sabe que las personas se condenan por sí mismas, sin necesidad de ayuda alguna, y en cantidades muy superiores a las que podemos atender.
El jefe se quitó las gafas y se frotó con dos dedos el puente de la nariz.
- Escuche, Mauricio... ¿quiere que le sea sincero?
- La verdad, a estas alturas se lo agradecería.
- Muy bien. Sinceramente, entonces: No es usted un buen diablo. En los últimos tiempos se ha vuelto demasiado... demasiado poco malvado ¿me comprende? En su caso, el mundo no es un destino sino, más bien... un destierro.
- ¿Cómo...?
- Un destierro... a perpetuidad.
Ahora, sí. Ahora ya estaba todo claro. Mauricio lanzó a su jefe una última mirada. Lo hizo de una manera torpemente altanera, tratando, más que nada, de mantener la dignidad hasta el final. Salió del despacho y empezó a caminar muy deprisa por los pasillos del Alto Mando, dejando atrás a la secretaria. No la necesitaba para encontrar el camino hasta su Sección.
Cuando regresó de su entrevista con el Jefe de Personal, todos notamos de inmediato que algo malo le había sucedido.
Tras un saludo general, se me acercó.
-Hola, chaval. ¿Cómo anda tu estómago?
-Mejor, gracias. Los chicos me han conseguido, no sé cómo, un poco de bicarbonato.
-Estupendo...
Yo esperaba que continuase. Como no lo hizo, pregunté.
- ¿Oué ha ocurrido, Mauricio? Has traído muy mala cara. Peor de la que luces habitualmente, quiero decir. Ya me entiendes.
Antes de responder, paseó una lenta mirada por lo que, hasta entonces, habían sido sus dominios.
- Me echan ¿sabes? - dijo, de sopetón -. Me quitan el mando de la Sección. Me envían a ese maldito mundo tuyo.
Aunque en el Infierno no existe el tiempo yo debí de tardar un buen rato en analizar el significado de aquellas palabras. Luego, consternado, dije la primera tontería que se me ocurrió.
- iVaya por Dios! Lo siento de veras. Y no sabes cuánto te vamos a echar de menos.
Lo d!je con total sinceridad. No sólo porque cualquier sustituto, cualquiera, sería siempre peor que Mauricio sino, sobre todo, porque había llegado a apreciarle sinceramente y estaba seguro de que él no era merecedor de semejante trato.
- Y... ¿cuándo te marchas?
- Buena pregunta.
Abrió el sobre que llevaba en la mano y leyó en silencio su contenido.
- Según parece, ahora mismo.
- ¿Cómo? - grité -. ¿Ahora mismo? ¿Ya? ¿Sin... despedirte siquiera?
Hizo con el papel una bola y la arrojó a las llamas que alimentaban mi caldera.
- Al parecer, tres siglos largos de servicio, no dan ni para eso.
Se alejó de mí con tres zancadas de fiera y, de pronto, se detuvo, se volvió, se me quedó mirando. Lo hizo largamente y con una intensidad que consiguió emocionarme. Emocionarme y aterrorizarme. Entonces, tras un imperceptible titubeo, se me acercó. Acababa de tomar una decisión inaudita. Me señaló con el dedo.
- Sal de ahí y vístete - dijo -. ¡Deprisa! Vas a venir conmigo.
- ¿Yo? ¿A dónde?
- ¿A dónde va a ser, hombre? Ahí fuera.
- ¿Fuera?
- Fuera de aquí.
"Se ha vuelto loco" - pensé.
- Te has vuelto loco - le dije -. Nadie puede escapar del Infierno.
- Y eso ¿quién lo dice?
- ¿Que quién lo...? ¡Y yo qué sé! Pero no se puede, Mauricio todo el mundo lo sabe. El Infierno es para siempre. Lo pone en el Catecismo. Creo.
- Tonterías - me respondió -. Lo que ocurre es que nadie lo ha intentado hasta ahora. ¿Vas a venir o no?
Me sentía tan confuso que aún vacilé.
- Espera, espera... ¿Qué me ocurrirá si nos descubren?
Mauricio resopló, ligeramente fastidiado.
- Que te condenarán a pasar en una caldera como ésta el resto de la eternidad. ¿Comprendes, imbécil?
Comprendí.
- Comprendo, comprendo... Nada que perder ¿eh? Bien. Entonces, de acuerdo, entonces. Vámonos.
Tras secarme el aceite que me chorreaba por todo el cuerpo, me enfundé la sencilla túnica de arpillera que constituye el uniforme de los condenados. Mauricio me colocó unos grilletes en torno a las muñecas. Confiaba en que sirviesen para alejar las sospechas de quienes pudieran cruzarse con nosotros.
Y echamos a andar.
En pocos minutos llegamos al límite de la Sección, pero nos llevó muchísimo tiempo y esfuerzo cruzar el resto del Sector y aun mucho más que eso salir de nuestra Región Infernal. Anduvimos a continuación un tiempo interminable por interminables pasillos, generalmente vacíos. Sólo muy de vez en cuando nos cruzábamos con algún demonio raso que saludaba a Mauricio. Pero él no hacía caso de nadie.
Atravesamos corredores tan largos que asomarse a ellos provocaba un vértigo insoportable. Mantuvimos siempre una marcha regular, sólo alterada por media docena de ocasiones en que Mauricio apretó de tal forma el paso que casi me llevaba a rastras.
Por fin, cuando yo ya tenía la sensación de que vagar encadenado por el Infierno iba a constituir el resto de mi no existencia, nos detuvimos ante una gran puerta metálica.
- Ahí encontraras ropa - me dijo Mauricio -. Última moda. Cámbiate.
Así lo hice y, tras ello, reemprendimos la marcha. Más y más pasillos y corredores. Enormes tramos de escaleras que siempre teníamos que subir, pues nunca descendimos ni un peldaño. Puertas y más puertas. Ascensores. Pasadizos. Siempre adelante, sin descanso, sin titubeos. Minuto tras minuto, paso tras paso. Adelante y arriba. Arriba y adelante. ¿Horas? ¿Días? Sin cruzar palabra. En varias ocasiones Mauricio me empujó violentamente hacia un rincón o tras alguna esquina para evitar encuentros comprometedores. Ni aun entonces despegaba los labios. Pasado el peligro, continuábamos nuestra marcha. Adelante. Siempre adelante...
Ascendíamos por una más de las innumerables escaleras mecánicas que habíamos hallado a nuestro paso cuando me pareció percibir un cambio sutil, casi imposible de describir. Quizá el aire se tornase levemente más ligero o límpido. O su olor variase levemente, no sé.
Olvidando toda precaución, lancé a Mauricio una mirada interrogante que, al fin, acabó con su mutismo.
- En efecto. Acabamos de salir - dijo, simplemente.
Casi al instante caí en la cuenta de que mi corazón vía a latir. Percibí la incomparable y casi olvidada sensación del pulso en mi cuello, en mis sienes, en mis muñecas. Sentí la incontenible necesidad de respirar y así, mis pulmones se desplegaron de nuevo, después de tanto, tanto tiempo. Estábamos en los pasillos del "metro" de una gran ciudad. Una cualquiera. Mientras estudiantes presurosos y presurosos trabajadores nos lanzaban miradas furtivas, Mauricio me condujo hasta un rincón y me despojó de los grilletes.
- Ha llegado el momento de separarnos. A partir de ahora podrías tener problemas si continuases a mi lado.
Una pregunta me rondaba por la mente casi desde el momento, ya tan lejano, en que abandonamos la Sección. Me di cuenta de que, si no se la formulaba ahora, quedaría para siempre sin respuesta.
- Oye, Mauricio...
- ¿Qué?
- Dime una cosa: ¿Por qué yo? ¿Por qué yo y nadie más? ¿Por qué yo y no otro?
Mauricio esbozó una mueca amarga e indescifrable.
- Eras el único que podía regresar. Traer de vuelta a alguien que hubiera faltado del mundo quinientos, doscientos o incluso solo cien años, habría supuesto gastarle una broma demasiado cruel. Una década, en cambio, no es un lapso definitivo. Te costará, desde luego; pero conseguirás rehacer tu vida, estoy seguro.
Sentí una leve desilusión.
- Así que era sólo eso...
- Claro. ¿Qué pensabas? ¿Qué me había enamorado de ti?
- No, claro que no, pero... bueno, llegué a pensar que... que había sido, más bien, cuestión de amistad.
Mauricio sacudió la cabeza lentamente.
- Las tonterías que se os ocurren a los hombres ¿eh?
- Pero... supongo que volveremos a vernos ¿verdad?
Por un instante me pareció - iqué bobada! - que sonreía.
- Eso, puedes darlo por seguro. Este mundo tuyo es tan, tan pequeño...
Me tendió la mano y yo se la estreché con fuerza. Su piel me dio la sensación de estar ardiendo y él debió de sentir la mía fría como el hielo. Pero ambos apretamos los dientes y aguantamos.
Luego, sin añadir palabra, dio media vuelta y se encaminó hacia un tramo de escaleras en lo alto del cual se adivinaba ya la luz del día. Varios respetables ciudadanos se apartaron de su camino ahogando gritos de espanto.
Mauricio ni siquiera los miró. Se arrebujó en su capa roja y comenzó a subir los escalones de dos en dos.
Tiritaba de frío.