UNA BALA PERDIDA
(Fernando Lalana)
LA CÁRCEL
PLAN DE FUGA
-Arriba, Macallan. ¡Vamos, arriba! Tienes una visita.
George Macallan se revolvió en el catre y bostezó largamente. Se había despertado antes incluso de que el carcelero introdujera la llave en la cerradura de su celda, pero decidió disimular, mientras evaluaba la situación.
-¿Qué...? ¿Qué dice, Berry? –farfulló-. ¿Una visita? ¿A estas horas?
-A estas horas, sí.
-Imposible. El reglamento carcelario de los Estados Unidos prohíbe las visitas a las prisiones entre las tres y las cinco de la mañana –se inventó Macallan-. Artículo cincuenta y seis, bis.
-Pero ¿qué estás diciendo? ¡Aquí no hay más reglamento que el que marca el alcaide y hay visitas siempre que él lo diga! ¿Está claro? ¡Levanta de una maldita vez! Si me han ordenado despertarte en plena noche será por algo importante. Igual es que te quieren colgar ya.
-No lo creo –replicó Macallan, tranquilamente-. Las ejecuciones son siempre al amanecer.
-¡Bueno, pues no será eso! Mejor para ti. En todo caso, aún no son las tres de la mañana. ¡Arriba!
-Pues claro que lo son –insistió Macallan-. Para que lo sepa, Berry, tengo un control absoluto sobre el paso del tiempo. Si me despierto en plena noche, siempre sé qué hora es sin necesidad de mirar el reloj. Y ahora son las tres y treinta y cinco.
-¡Oh, claro! –gruñó Berry, sarcástico-. Olvidaba que eres el preso más listo de este penal. ¡Pues esta vez te equivocas! Solo son las dos y diez minutos.
-¡Venga, hombre...! No intente engañarme, que ya no soy un niño.
Y con esta consideración, Macallan se dio media vuelta en el lecho y se arrebujó, tapándose con la manta.
Los dientes de Berry casi se oyeron rechinar.
-No intento engañarte, idiota presuntuoso. Compruébalo tú mismo.
Mascullando una blasfemia que le habría costado la condenación eterna, el carcelero echó mano de su reloj de bolsillo. Era el momento que Macallan había estado buscando.
Sin mirar, calculando los movimientos del otro solo por los sonidos, eligió el momento en que Berry tenía la mano izquierda ocupada sujetando su reloj y la atención ocupada mirando la esfera. Aprovechó ese instante para saltar como un gato, lanzándole la manta a la cara. De inmediato, se abalanzó sobre él, empujándolo con fuerza hasta conseguir golpearle la cabeza contra el tabique de la celda.
Con el carcelero fuera de combate, Macallan le quitó el aro del que colgaban todas las llaves y el revólver reglamentario. Con ambas cosas en las manos, se dirigió a la puerta de la celda, la abrió con cautela y echó un vistazo al pasillo. No vio a nadie y su primer impulso fue correr hacia la salida del penal confiando en que se le ocurriría el modo de obligar a los guardias a abrir las dos últimas puertas y podría así llegar hasta la calle. Sin embargo, pronto valoró que las posibilidades de que lo agujereasen como un colador eran abrumadoras y cambió de idea. Decidió que sus opciones de escapar pasaban por hacer lo inesperado, no lo previsible. Para escapar del presidio necesitaba un escudo humano. Un rehén. Solo el alcaide podía haber ordenado a Berry que fuera a buscarlo en mitad de la noche, lo que significaba que estaría en su despacho. Bien. El director de la prisión era el mejor rehén de los posibles.
Salió de la galería de celdas para dirigirse hacia la zona administrativa, avanzando a la carrera por los largos pasillos del penal, abriendo hasta tres puertas intermedias con las llaves de Berry.
Encontró unas escaleras y subió por ellas hasta el piso superior, donde sabía que se encontraban las dependencias principales y, luego avanzó como un gato guiado por la luz que salía de una puerta en cuyo entrepaño de cristal esmerilado podía leerse:
Clinton S. Randall
Alcaide
Llamó con los nudillos.
-Señor Alcaide... –dijo, imitando la voz pastosa y grave del carcelero que ahora yacía inconsciente en su celda.
-Adelante, Berry –dijo el alcaide.
Macallan abrió la puerta y entró con el revólver por delante.
-Nos vamos, alcaide –dijo, apuntándole entre los ojos, a dos pasos de distancia-. Y tengo cierta prisa, así que no se moleste ni en abrocharse la bragueta.
El alcaide Randall lo miró con curiosidad, aunque sin sorpresa; eso no gustó a Macallan. Y un segundo después, el director desviaba la mirada hacia la derecha, hacia el rincón del despacho que él había dejado fuera de su vista al abrir la puerta. Eso aún gustó menos a Macallan.
-Tenía usted razón, señor Daniels –dijo Clinton Randall.
Y sobre la última sílaba de la frase del alcaide, Macallan escuchó a su espalda el característico sonido producido por el amartillado del percutor de un revólver. No necesitó más para saber que las cosas no estaban sucediendo como él había imaginado.
De inmediato, bajó su arma y se agachó lentamente hasta depositarla en el suelo. Luego, incorporándose, alzó las dos manos en señal de rendición mientras echaba un vistazo por encima de su hombro izquierdo.
Así, distinguió en la penumbra la figura de un hombre fornido, vestido con elegancia y sentado de forma indolente en un butacón de orejas, con las piernas cruzadas.
-Pues claro que tenía razón –dijo el hombre elegante, apoyando sobre el muslo la culata de su Colt Frontier plateado, con el que apuntaba a Macallan-. Conozco a este hombre desde hace mucho tiempo y estaba seguro de que no dejaría escapar una ocasión como esta para intentar fugarse.
Macallan reconoció la voz y la asoció al apellido pronunciado por el alcaide.
-Coronel Jasper Daniels... ¡Cuánto tiempo...!
-Mucho, sí. Tanto, que ya no soy coronel. Ni siquiera militar. Ahora puedes llamarme sencillamente... gobernador Daniels.
Macallan se volvió lentamente hacia el ocupante del sillón de orejas, dándole la espalda al alcaide Randall.
-¿No lo sabías? –preguntó Daniels.
-Disculpe mi ignorancia, coronel. A la cárcel no llega el Washington Post. Ni siquiera los periódicos locales.
-¿En serio? Quizá haya que remediar eso, alcaide. Algunos dicen que la población reclusa tiene sus derechos.
-No estoy de acuerdo pero... me ocuparé del tema, gobernador.
A Macallan se le había instalado una sonrisa cínica en los labios.
-Gobernador de Nebraska, nada menos –dijo con teatral admiración-. Guau. A eso lo llamo yo prosperar. ¡Cómo es la vida! Hace poco más de una década llevábamos carreras paralelas. Ahora usted es gobernador del estado y yo me pudro en esta cárcel sin haber tenido siquiera un juicio. No digo ya un juicio justo. Un juicio, a secas. Aunque solo fuera para cubrir las apariencias.
Daniels se alzó de hombros.
-Si alguien elije cambiar la milicia por el espionaje, ya sabe a lo que se arriesga, Macallan: si los suyos acaban ganando la guerra, bien. Quizá hasta se convierta en un héroe. Pero si está en el bando de los perdedores...
-Yo me limité a cumplir con lo que me ordenaron mis superiores.
-Seguro que sí. Pero eras consciente de que los espías son siempre mal vistos y quedan al margen de las leyes y de los tratados. Por eso acabaste aquí, incluso mucho después del fin de la guerra. Alguien poderoso te la tenía jurada y decidió que tus acciones durante la contienda no habían prescrito.
Macallan ya no replicó, provocando un largo silencio que, sin embargo acabó por romper él mismo.
-Supongo, gobernador, que no ha venido hasta aquí, de madrugada, para echarme en cara mis errores pasados y presumir de sus éxitos presentes, así que explíqueme de qué trata este juego o déjeme volver al catre.
Solo en este momento Daniels acompañó el percutor de su arma a la posición de reposo.
-Tengo que proponerte un trato, Macallan.
-¿Un trato tan vergonzante que hay que llevarlo a cabo a escondidas y en plena noche? No me interesa.
-He venido por la noche porque no quiero perder ni un minuto más. Y lo quieras o no, tendrás que escucharme. Alcaide, si no le importa dejarnos solos...
Randall carraspeó, más sorprendido que molesto por el ninguneo del gobernador, pero terminó por levantarse de su silla y salir al pasillo.
-No hay problema, señor Daniels –murmuró poco antes de abandonar su propio despacho.
-¡Y no se quede escuchando detrás de la puerta! –remató el gobernador.
Cuando quedaron solos, Macallan se sentó en la silla que el alcaide acababa de dejar libre, mientras Jasper Daniels se levantaba de su butaca para ir a sentarse frente a él, quedando así separados ambos por la mesa de trabajo. El recluso cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció en silencio, obligando al gobernador a ser el primero en hablar.
-Te ofrezco la libertad, George.
-¡Vaya cosa...! –dijo Macallan, despectivamente-. Ya tenía planeado fugarme de aquí en las próximas semanas. No te diré cuándo exactamente para no mermar mis posibilidades.
-No me hagas reír. Si fuera tan fácil escapar de aquí ya lo habrías hecho. Esta cárcel la diseñé yo. Sus muros y sus sistemas de seguridad. Incluso seleccioné a los guardianes.
-Razón de más para ponerla a prueba.
El excoronel Daniels miró a Macallan achicando tanto la mirada que sus ojos se convirtieron en el filo de un cuchillo.
-No puedo perder el tiempo en francesadas, George. He venido a por ti y no pienso irme de vacío. Añadiré a mi oferta la libertad de tu hermano.
Aquella nueva propuesta sí hizo mella en el ánimo de Macallan, que no hizo nada por disimularla.
-¿Ves, Jack? Eso ya es otra cosa. El idiota de mi hermano no conseguiría escapar de aquí ni aunque se dejasen la puerta abierta y un cartel con una flecha así de gorda indicando la salida.
Tras esa consideración, Macallan se permitió una nueva, larga pausa antes de su respuesta.
-De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? –preguntó, por fin.
-Investigar un asunto misterioso que me trae de cabeza. Y si resulta ser un acto criminal, como yo creo, atrapar a los malos. Incluso fuera de este estado, si fuera necesario. O sea, actuar como lo hacías en los viejos y malos tiempos de la guerra.
-Y dices que, si acepto, quedaré libre.
-Si cumples con el encargo, no solo quedarás libre. Me ocuparé personalmente de que se reescriba tu expediente. Recuperarás tu pasado como digno oficial del ejército confederado, con todos tus méritos y condecoraciones; y volverás a disfrutar del grado de comandante, aunque ahora, de los Estados Unidos. Borraremos toda referencia a tu actividad como espía.
Macallan bajó la vista.
-Demasiado bonito para ser verdad. ¿De veras puedes hacerlo?
-Si me ayudas, te prometo que así será. Tras el fin de la guerra estuviste casi diez años huyendo y ahora llevas ya más de dos encerrado –le recordó el gobernador-. Por mi parte, ha llegado el momento de empezar a olvidar; pero me tienes que dar una buena excusa, porque no todo el mundo piensa como yo. Resuelve este asunto para mí y podrás empezar de nuevo. Y no precisamente desde cero. ¿Me explico?
Macallan suspiró.
-Te explicas. En cuanto a mi hermano...
El rostro de Daniels se tensó.
-Tu hermano quedará en libertad con la condición de que abandone Nebraska en el plazo de una semana y no vuelva a poner los pies en este estado nunca más.
Macallan asintió en silencio.
-De acuerdo, Jack. Déjame decirte que me parece... sospechosamente generoso por tu parte. Claro que... aún no me has contado cuál es ese extraño asunto que pretendes que resuelva. A lo mejor me arrepiento al conocerlo.
33 MUERTOS
Randall se arrellanó en el asiento y miró a Macallan antes de hablar de nuevo. El gobernador tenía antepasados suecos; quizá por eso exhibía una mirada de acero.
-En las últimas dos semanas han muerto treinta y tres personas en Elkhorn.
Macallan sonrió.
-Hombre, Jack, dicho así... Te recuerdo que esto es Nebraska, un sitio difícil. Y aún hay lugares peores, te lo garantizo.
-Déjame acabar, George. No hablo de quienes han muerto en tiroteos, trifulcas y reyertas. Esos no cuentan y son el pan de cada día. Hablo de treinta y tres personas que no deberían haber muerto. Treinta y tres tipos ricos e importantes fallecidos en circunstancias misteriosas.
Macallan frunció el ceño.
PLAN DE FUGA
-Arriba, Macallan. ¡Vamos, arriba! Tienes una visita.
George Macallan se revolvió en el catre y bostezó largamente. Se había despertado antes incluso de que el carcelero introdujera la llave en la cerradura de su celda, pero decidió disimular, mientras evaluaba la situación.
-¿Qué...? ¿Qué dice, Berry? –farfulló-. ¿Una visita? ¿A estas horas?
-A estas horas, sí.
-Imposible. El reglamento carcelario de los Estados Unidos prohíbe las visitas a las prisiones entre las tres y las cinco de la mañana –se inventó Macallan-. Artículo cincuenta y seis, bis.
-Pero ¿qué estás diciendo? ¡Aquí no hay más reglamento que el que marca el alcaide y hay visitas siempre que él lo diga! ¿Está claro? ¡Levanta de una maldita vez! Si me han ordenado despertarte en plena noche será por algo importante. Igual es que te quieren colgar ya.
-No lo creo –replicó Macallan, tranquilamente-. Las ejecuciones son siempre al amanecer.
-¡Bueno, pues no será eso! Mejor para ti. En todo caso, aún no son las tres de la mañana. ¡Arriba!
-Pues claro que lo son –insistió Macallan-. Para que lo sepa, Berry, tengo un control absoluto sobre el paso del tiempo. Si me despierto en plena noche, siempre sé qué hora es sin necesidad de mirar el reloj. Y ahora son las tres y treinta y cinco.
-¡Oh, claro! –gruñó Berry, sarcástico-. Olvidaba que eres el preso más listo de este penal. ¡Pues esta vez te equivocas! Solo son las dos y diez minutos.
-¡Venga, hombre...! No intente engañarme, que ya no soy un niño.
Y con esta consideración, Macallan se dio media vuelta en el lecho y se arrebujó, tapándose con la manta.
Los dientes de Berry casi se oyeron rechinar.
-No intento engañarte, idiota presuntuoso. Compruébalo tú mismo.
Mascullando una blasfemia que le habría costado la condenación eterna, el carcelero echó mano de su reloj de bolsillo. Era el momento que Macallan había estado buscando.
Sin mirar, calculando los movimientos del otro solo por los sonidos, eligió el momento en que Berry tenía la mano izquierda ocupada sujetando su reloj y la atención ocupada mirando la esfera. Aprovechó ese instante para saltar como un gato, lanzándole la manta a la cara. De inmediato, se abalanzó sobre él, empujándolo con fuerza hasta conseguir golpearle la cabeza contra el tabique de la celda.
Con el carcelero fuera de combate, Macallan le quitó el aro del que colgaban todas las llaves y el revólver reglamentario. Con ambas cosas en las manos, se dirigió a la puerta de la celda, la abrió con cautela y echó un vistazo al pasillo. No vio a nadie y su primer impulso fue correr hacia la salida del penal confiando en que se le ocurriría el modo de obligar a los guardias a abrir las dos últimas puertas y podría así llegar hasta la calle. Sin embargo, pronto valoró que las posibilidades de que lo agujereasen como un colador eran abrumadoras y cambió de idea. Decidió que sus opciones de escapar pasaban por hacer lo inesperado, no lo previsible. Para escapar del presidio necesitaba un escudo humano. Un rehén. Solo el alcaide podía haber ordenado a Berry que fuera a buscarlo en mitad de la noche, lo que significaba que estaría en su despacho. Bien. El director de la prisión era el mejor rehén de los posibles.
Salió de la galería de celdas para dirigirse hacia la zona administrativa, avanzando a la carrera por los largos pasillos del penal, abriendo hasta tres puertas intermedias con las llaves de Berry.
Encontró unas escaleras y subió por ellas hasta el piso superior, donde sabía que se encontraban las dependencias principales y, luego avanzó como un gato guiado por la luz que salía de una puerta en cuyo entrepaño de cristal esmerilado podía leerse:
Clinton S. Randall
Alcaide
Llamó con los nudillos.
-Señor Alcaide... –dijo, imitando la voz pastosa y grave del carcelero que ahora yacía inconsciente en su celda.
-Adelante, Berry –dijo el alcaide.
Macallan abrió la puerta y entró con el revólver por delante.
-Nos vamos, alcaide –dijo, apuntándole entre los ojos, a dos pasos de distancia-. Y tengo cierta prisa, así que no se moleste ni en abrocharse la bragueta.
El alcaide Randall lo miró con curiosidad, aunque sin sorpresa; eso no gustó a Macallan. Y un segundo después, el director desviaba la mirada hacia la derecha, hacia el rincón del despacho que él había dejado fuera de su vista al abrir la puerta. Eso aún gustó menos a Macallan.
-Tenía usted razón, señor Daniels –dijo Clinton Randall.
Y sobre la última sílaba de la frase del alcaide, Macallan escuchó a su espalda el característico sonido producido por el amartillado del percutor de un revólver. No necesitó más para saber que las cosas no estaban sucediendo como él había imaginado.
De inmediato, bajó su arma y se agachó lentamente hasta depositarla en el suelo. Luego, incorporándose, alzó las dos manos en señal de rendición mientras echaba un vistazo por encima de su hombro izquierdo.
Así, distinguió en la penumbra la figura de un hombre fornido, vestido con elegancia y sentado de forma indolente en un butacón de orejas, con las piernas cruzadas.
-Pues claro que tenía razón –dijo el hombre elegante, apoyando sobre el muslo la culata de su Colt Frontier plateado, con el que apuntaba a Macallan-. Conozco a este hombre desde hace mucho tiempo y estaba seguro de que no dejaría escapar una ocasión como esta para intentar fugarse.
Macallan reconoció la voz y la asoció al apellido pronunciado por el alcaide.
-Coronel Jasper Daniels... ¡Cuánto tiempo...!
-Mucho, sí. Tanto, que ya no soy coronel. Ni siquiera militar. Ahora puedes llamarme sencillamente... gobernador Daniels.
Macallan se volvió lentamente hacia el ocupante del sillón de orejas, dándole la espalda al alcaide Randall.
-¿No lo sabías? –preguntó Daniels.
-Disculpe mi ignorancia, coronel. A la cárcel no llega el Washington Post. Ni siquiera los periódicos locales.
-¿En serio? Quizá haya que remediar eso, alcaide. Algunos dicen que la población reclusa tiene sus derechos.
-No estoy de acuerdo pero... me ocuparé del tema, gobernador.
A Macallan se le había instalado una sonrisa cínica en los labios.
-Gobernador de Nebraska, nada menos –dijo con teatral admiración-. Guau. A eso lo llamo yo prosperar. ¡Cómo es la vida! Hace poco más de una década llevábamos carreras paralelas. Ahora usted es gobernador del estado y yo me pudro en esta cárcel sin haber tenido siquiera un juicio. No digo ya un juicio justo. Un juicio, a secas. Aunque solo fuera para cubrir las apariencias.
Daniels se alzó de hombros.
-Si alguien elije cambiar la milicia por el espionaje, ya sabe a lo que se arriesga, Macallan: si los suyos acaban ganando la guerra, bien. Quizá hasta se convierta en un héroe. Pero si está en el bando de los perdedores...
-Yo me limité a cumplir con lo que me ordenaron mis superiores.
-Seguro que sí. Pero eras consciente de que los espías son siempre mal vistos y quedan al margen de las leyes y de los tratados. Por eso acabaste aquí, incluso mucho después del fin de la guerra. Alguien poderoso te la tenía jurada y decidió que tus acciones durante la contienda no habían prescrito.
Macallan ya no replicó, provocando un largo silencio que, sin embargo acabó por romper él mismo.
-Supongo, gobernador, que no ha venido hasta aquí, de madrugada, para echarme en cara mis errores pasados y presumir de sus éxitos presentes, así que explíqueme de qué trata este juego o déjeme volver al catre.
Solo en este momento Daniels acompañó el percutor de su arma a la posición de reposo.
-Tengo que proponerte un trato, Macallan.
-¿Un trato tan vergonzante que hay que llevarlo a cabo a escondidas y en plena noche? No me interesa.
-He venido por la noche porque no quiero perder ni un minuto más. Y lo quieras o no, tendrás que escucharme. Alcaide, si no le importa dejarnos solos...
Randall carraspeó, más sorprendido que molesto por el ninguneo del gobernador, pero terminó por levantarse de su silla y salir al pasillo.
-No hay problema, señor Daniels –murmuró poco antes de abandonar su propio despacho.
-¡Y no se quede escuchando detrás de la puerta! –remató el gobernador.
Cuando quedaron solos, Macallan se sentó en la silla que el alcaide acababa de dejar libre, mientras Jasper Daniels se levantaba de su butaca para ir a sentarse frente a él, quedando así separados ambos por la mesa de trabajo. El recluso cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció en silencio, obligando al gobernador a ser el primero en hablar.
-Te ofrezco la libertad, George.
-¡Vaya cosa...! –dijo Macallan, despectivamente-. Ya tenía planeado fugarme de aquí en las próximas semanas. No te diré cuándo exactamente para no mermar mis posibilidades.
-No me hagas reír. Si fuera tan fácil escapar de aquí ya lo habrías hecho. Esta cárcel la diseñé yo. Sus muros y sus sistemas de seguridad. Incluso seleccioné a los guardianes.
-Razón de más para ponerla a prueba.
El excoronel Daniels miró a Macallan achicando tanto la mirada que sus ojos se convirtieron en el filo de un cuchillo.
-No puedo perder el tiempo en francesadas, George. He venido a por ti y no pienso irme de vacío. Añadiré a mi oferta la libertad de tu hermano.
Aquella nueva propuesta sí hizo mella en el ánimo de Macallan, que no hizo nada por disimularla.
-¿Ves, Jack? Eso ya es otra cosa. El idiota de mi hermano no conseguiría escapar de aquí ni aunque se dejasen la puerta abierta y un cartel con una flecha así de gorda indicando la salida.
Tras esa consideración, Macallan se permitió una nueva, larga pausa antes de su respuesta.
-De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? –preguntó, por fin.
-Investigar un asunto misterioso que me trae de cabeza. Y si resulta ser un acto criminal, como yo creo, atrapar a los malos. Incluso fuera de este estado, si fuera necesario. O sea, actuar como lo hacías en los viejos y malos tiempos de la guerra.
-Y dices que, si acepto, quedaré libre.
-Si cumples con el encargo, no solo quedarás libre. Me ocuparé personalmente de que se reescriba tu expediente. Recuperarás tu pasado como digno oficial del ejército confederado, con todos tus méritos y condecoraciones; y volverás a disfrutar del grado de comandante, aunque ahora, de los Estados Unidos. Borraremos toda referencia a tu actividad como espía.
Macallan bajó la vista.
-Demasiado bonito para ser verdad. ¿De veras puedes hacerlo?
-Si me ayudas, te prometo que así será. Tras el fin de la guerra estuviste casi diez años huyendo y ahora llevas ya más de dos encerrado –le recordó el gobernador-. Por mi parte, ha llegado el momento de empezar a olvidar; pero me tienes que dar una buena excusa, porque no todo el mundo piensa como yo. Resuelve este asunto para mí y podrás empezar de nuevo. Y no precisamente desde cero. ¿Me explico?
Macallan suspiró.
-Te explicas. En cuanto a mi hermano...
El rostro de Daniels se tensó.
-Tu hermano quedará en libertad con la condición de que abandone Nebraska en el plazo de una semana y no vuelva a poner los pies en este estado nunca más.
Macallan asintió en silencio.
-De acuerdo, Jack. Déjame decirte que me parece... sospechosamente generoso por tu parte. Claro que... aún no me has contado cuál es ese extraño asunto que pretendes que resuelva. A lo mejor me arrepiento al conocerlo.
33 MUERTOS
Randall se arrellanó en el asiento y miró a Macallan antes de hablar de nuevo. El gobernador tenía antepasados suecos; quizá por eso exhibía una mirada de acero.
-En las últimas dos semanas han muerto treinta y tres personas en Elkhorn.
Macallan sonrió.
-Hombre, Jack, dicho así... Te recuerdo que esto es Nebraska, un sitio difícil. Y aún hay lugares peores, te lo garantizo.
-Déjame acabar, George. No hablo de quienes han muerto en tiroteos, trifulcas y reyertas. Esos no cuentan y son el pan de cada día. Hablo de treinta y tres personas que no deberían haber muerto. Treinta y tres tipos ricos e importantes fallecidos en circunstancias misteriosas.
Macallan frunció el ceño.