A CONTRALUZ
(Fernando Lalana)
UN TROCITO, ESCOGIDO AL AZAR, DE “A CONTRALUZ”
Desde luego, no parecía muy lista. Pero resultaba encantadora en grado superlativo; de un encantador casi desconcertante. Y eso, incluso sin tener en cuenta sus medidas pluscuamperfectas.
–Estoy seguro de que eres más lista de lo que tú misma piensas, Jenny. Como Forrest Gump.
–Y tú eres muy amable. Oye... estaba pensando que algún día podríamos quedar tú y yo... en fin, quedar normal, ya sabes, con ropa y eso, para... para tomar una horchata.
–Una... horchata.
–¿Sabes lo que es la horchata?
Lo preguntó de forma tan inocente que me hizo dudar. ¿Acaso la palabra “horchata” tenía otras acepciones en el diccionario de la RAE? ¿Quizá poseía un significado en argot que yo desconocía? Hoy ya había metido bastante la pata con lo de la fiesta-nube, así que decidí asegurarme.
–Te refieres a la horchata... de chufas.
Jennifer parpadeó.
–¿Hay otra horchata que no sea la de chufas?
–No lo sé. Por eso te lo pregunto.
–¿La de chufas es la normal? La de beber en vaso, digo.
–Sí, creo que sí.
–¡Pues esa es! A mí, es que me encanta la horchata, ¿sabes? Si quieres ligar conmigo, tienes que invitarme a una horchata. De chufas –hizo una pausa para mirarme a los ojos. Casi me provoca un desprendimiento de retina-. Hala, vaya pista que te acabo de dar, ¿eh?
–¡Uf...! Una pista de aterrizaje, desde luego.
–Pues ya sabes: un día de estos te llamo y me invitas a horchata. Donde tú quieras.
–Hay un bar, justo aquí enfrente, al que seguro que no vamos. Pero a otro sitio, sí. Prometido.
–¡Guay! Oye, ¿tú tienes barco?
¿Por qué tenía la sensación de que Jenny me hablaba todo el rato en clave, como si fuera una agente secreta?
–¿Barco...?
–¿No sabes lo que es un barco?
–Sí, sí: eso que flota. Pero no, barco no... no tengo barco, no.
–Yo sí. Bueno, mi padre. Estaba pensando que podríamos quedar en mi barco.
–Qué guay. Aunque... tendré que comprar pastillas para el mareo, porque yo me mareo hasta remando en el estanque del Retiro.
–Ah, no te preocupes. En nuestro barco no se marea nadie, porque mi padre nunca lo saca del puerto. Vamos de vez en cuando a comer y a tomar una horchata y tal, pero está siempre ahí, aparcado en el puerto.
–Atracado.
–¿Qué? ¿Que han atracado mi barco? ¡Entonces, habrá que denunciarlo!
–No, mujer, digo que los barcos no se aparcan sino que se atracan. Un coche se aparca pero un barco, se atraca.
–Ah... ¡Caramba, la de cosas curiosas que sabéis los escritores heteros! Entonces, ¿qué? ¿Vendrás a mi barco si te invito?
–Claro que sí, Jenny. Estaré encantado. Y llevaré cinco litros de horchata.
–Pues eso. Luego nos vemos y nos cambiamos el número del móvil. Ahora no, porque no tengo dónde apuntarlo y de memoria ando fatal, fatal. Solo se me quedan las caras. Los números, no. Bueno, ahora tengo que dejarte. Voy a ver si me arrimo a aquel grupo de allí. Es que me parece que quiero ser actriz y el segundo de la derecha es el hijo de un productor de cine. Un tal Manzano. ¿Te suena?
–Sí, claro. Producciones Enrique Manzano.
–¡Ese mismo! No te dejo muy colgado, ¿verdad, Óscar?
–¡No, qué va! En realidad... estoy buscando a una chica que ha venido a la fiesta, pero no la encuentro por ningún lado.
–¡Oooh...! ¿Y te interesa esa chica?
Miré a Jenny afilando la mirada. Era una verdadera maravilla, de una belleza sideral y supersónica. Colocada junto a Elisa, de cada mil hombres, novecientos noventa y nueve se fijarían antes en Jenny. Pero Elisa se bastaba ella sola para confirmar que yo era un hombre entre mil.
–La verdad es que sí, me interesa. La he conocido esta mañana pero estoy casi seguro de que es la mujer de mi vida. Mejorando lo presente.
–¡Huyyy! ¡Pero qué románnntico! –dijo Jenny, poniendo los ojos en blanco–. ¿Y cómo se llama?
–Elisa. Elisa Montoya. ¿Sabes quién es?
–No. Pero si no está por aquí, en el jardín o la piscina... es que está en la casa.
Recitó las últimas seis palabras en un tono cantarín que debería haberme hecho sospechar; pero hablando con Jenny era imposible mantener alta la guardia.
–Ah. Pensaba que en la casa no se podía entrar.
–Sí se puede. Por la puerta lateral. La más cercana a la tapia.
–Bien. Iré a buscarla allí.
–Yo en tu lugar, no lo haría –me dijo, bajando la voz.
–¿Por qué?
–Bueno... los que van a la casa, normalmente es porque andan buscando... intimidad. Ya me entiendes, ¿no?
Y sí. Pasados tres segundos, la entendí perfectamente. La lógica de Jenny era impecable. Como la de un buen matemático gay. Y ser consciente de ello me sentó como un jarro de agua fría. Como un jarro de agua fría en plena cara como método para despertar de una siesta de invierno.
Jenny tenía razón: lo más probable era que, mientras yo me ganaba un puesto vitalicio en el club de los poetas en cueros recitando al peor Espronceda, Elisa estuviese en la casa, haciendo quién sabe qué en brazos de quién sabe quién.
–Bueno... nos vemos. Lo siento, Óscar –me dijo Jenny, a modo de despedida.
Ni siquiera le devolví la sonrisa.
Cuando Jenny se marchó a la caza del hijo del productor cinematográfico, la cabeza me había empezado a dar vueltas a treinta y tres revoluciones por minuto. Se me aceleró el pulso y la respiración se me hizo dificultosa. Necesitaba algo de sosiego antes de tomar las siguientes decisiones. Eché un vistazo a mi alrededor y opté por intentar serenarme dando un paseo en torno al perímetro de la piscina superolímpica.
Era impresionante. El día ya agonizaba y acababan de encenderse unos focos subacuáticos que iluminaban el agua de verde, rojo y blanco, como la bandera de Italia. Seis o siete de los invitados se bañaban en ese momento y, entre ellos, distinguí a un tipo moreno con el trasero muy blanco que buceaba muy cerca del fondo. Inconfundible culo. Enseguida, salió chorreando por la escalerilla más cercana.
–¡Eh, Nico...!
Se volvió y, al reconocerme, alzó los brazos al cielo, como muestra de júbilo, mientras se me acercaba.
–¡Ernesto, muchacho!
–¿Qué tal lo estás pasando?
Sonrió ampliamente y, al llegar junto a mí me cogió por los hombros. Le brillaba la mirada a causa de la dicha. O quizá a causa del cloro.
–¿Que cómo lo estoy pasando? ¡Esto es la bomba, amigo mío! –declaró, entusiasmado, evitando alzar la voz–. ¡La bomba hache! Nunca te estaré lo bastante agradecido por haberme invitado a esta fiesta. Lo digo en serio. A partir de ahora, puedes pedirme lo que quieras: que asesine a tus enemigos, que mienta por ti en un juicio... ¡lo que sea! Incluso puedes pedirme dinero prestado, si algún día llego a tenerlo.
–No será para tanto...
–¿Que no? ¡Para tanto y para más! ¿Te acuerdas de la escena, al final de Blade Runner, cuando Rutger Hauer le dice a Harrison Ford: “He visto cosas que vosotros no creeríais...”
–Claro que me acuerdo. La hemos visto juntos seis veces.
–¡Pues eso es lo que me ha ocurrido a mí en esta fiesta! Estoy descubriendo un mundo nuevo, un universo de posibilidades con el que ni siquiera había soñado hasta el día de hoy. ¡Rayos cósmicos cruzando la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser! Es para quedarse lelo, te lo juro. ¡Qué nivel! Hace un rato he estado jugando a la petanca con dos chavalas de aúpa y una de ellas llevaba un tatuaje... ¡qué tatuaje...!
–¿Cómo era?
–¡Error! La pregunta no es cómo era, sino dónde lo llevaba.
–Vale. ¿Dónde llevaba el tatuaje?
Nico abrió mucho los ojos y volvió a sonreír.
–Lo siento. No puedo decírtelo porque soy un caballero. Pero, a modo de información te diré que solo era visible cuando ella se agachaba para recoger las bolas del suelo.
–¡Sopla...!
–Y ahora vengo de jugar al futbolín con Xiomara. Xiomara, con equis. Pero una equis muy suave: Xiomara... –Nico hacía ondas con las manos mientras lo pronunciaba– Como si soplase la brisa marina... Xiomaaaraaa... Xiomara es morena como el azúcar integral y habla con un acento dulce y exótico como la hoja de la stevia. Un acento como... como de otro mundo. Tú sabes lo que es un piercing, ¿verdad?
–Sí, hombre. Como un pendiente que se pone en la nariz o en...
–¡En la nariz! –me interrumpió Nico–. ¡Sí, sí, en la nariz...! ¿Sabes dónde lleva Xiomara un piercing? ¡Aquí! –exclamó, señalándose la tetilla.
–Caray...
–¡Y tan caray! Tú me has visto jugar al futbolín. Sabes lo bien que se me da, que tengo unas muñecas prodigiosas, sobre todo la izquierda. ¡Pues Xiomara me ha metido siete a cero! ¡Siete! Y eso, que solo salían seis bolas; pero es que hasta me ha metido un gol directo desde su portería que ha dicho que valía doble. No conocía yo esa regla del futbolín, pero cualquiera le lleva la contraria a una tía con un piercing ahí. Claro, imposible concentrarme en el juego. En realidad, no he conseguido ver la pelotita en todo el partido. Yo, lo único que veía era el piercing de Xiomara moviéndose de aquí para allá. Total, que al terminar el encuentro, me ha venido justo para darle la enhorabuena y dos besos y tirarme de punta cabeza a la piscina. ¡Que ya no podía más, Ernesto! No podía más, y se me estaba notando, no sé si me explico... –Sí, sí. Te explicas como un libro abierto. –¡Qué tarde, Ernesto! ¡Qué tarde! Con esto, tengo batallitas para contar hasta a mis bisnietos. ¡Me río yo de las historias que cuentan los que han hecho la mili! ¡Qué mili ni qué mili! ¡Esto sí que da para escribir una novela y no el Ardor guerrero de Muñoz Molina, que era más mala que el aceite de hígado de bacalao! Por cierto, a mí no me vuelvas a recomendar leer nada de Muñoz Molina, que no lo trago. Se me hace bola, ya sabes. Antes de llegar a la página treinta, se me hace bola y no me pasa por el cardias. Prefiero a Mendizorroza.
–¿Quién?
–Mendizorroza. El de Sin noticias de Hulk.
–Mendoza. Eduardo Mendoza. Sin noticias de Gurb.
–¡Ese! ¡Ese sí que es la releche en bote!
Se me quedó mirando, con un resto de sonrisa boba colgando de los labios, como si hubiera estado comiendo merengue. Entonces, pareció recordar algo importante.
–Oye, y... ¿a ti qué tal te va? ¿Has encontrado a Elisa?
Desde luego, no parecía muy lista. Pero resultaba encantadora en grado superlativo; de un encantador casi desconcertante. Y eso, incluso sin tener en cuenta sus medidas pluscuamperfectas.
–Estoy seguro de que eres más lista de lo que tú misma piensas, Jenny. Como Forrest Gump.
–Y tú eres muy amable. Oye... estaba pensando que algún día podríamos quedar tú y yo... en fin, quedar normal, ya sabes, con ropa y eso, para... para tomar una horchata.
–Una... horchata.
–¿Sabes lo que es la horchata?
Lo preguntó de forma tan inocente que me hizo dudar. ¿Acaso la palabra “horchata” tenía otras acepciones en el diccionario de la RAE? ¿Quizá poseía un significado en argot que yo desconocía? Hoy ya había metido bastante la pata con lo de la fiesta-nube, así que decidí asegurarme.
–Te refieres a la horchata... de chufas.
Jennifer parpadeó.
–¿Hay otra horchata que no sea la de chufas?
–No lo sé. Por eso te lo pregunto.
–¿La de chufas es la normal? La de beber en vaso, digo.
–Sí, creo que sí.
–¡Pues esa es! A mí, es que me encanta la horchata, ¿sabes? Si quieres ligar conmigo, tienes que invitarme a una horchata. De chufas –hizo una pausa para mirarme a los ojos. Casi me provoca un desprendimiento de retina-. Hala, vaya pista que te acabo de dar, ¿eh?
–¡Uf...! Una pista de aterrizaje, desde luego.
–Pues ya sabes: un día de estos te llamo y me invitas a horchata. Donde tú quieras.
–Hay un bar, justo aquí enfrente, al que seguro que no vamos. Pero a otro sitio, sí. Prometido.
–¡Guay! Oye, ¿tú tienes barco?
¿Por qué tenía la sensación de que Jenny me hablaba todo el rato en clave, como si fuera una agente secreta?
–¿Barco...?
–¿No sabes lo que es un barco?
–Sí, sí: eso que flota. Pero no, barco no... no tengo barco, no.
–Yo sí. Bueno, mi padre. Estaba pensando que podríamos quedar en mi barco.
–Qué guay. Aunque... tendré que comprar pastillas para el mareo, porque yo me mareo hasta remando en el estanque del Retiro.
–Ah, no te preocupes. En nuestro barco no se marea nadie, porque mi padre nunca lo saca del puerto. Vamos de vez en cuando a comer y a tomar una horchata y tal, pero está siempre ahí, aparcado en el puerto.
–Atracado.
–¿Qué? ¿Que han atracado mi barco? ¡Entonces, habrá que denunciarlo!
–No, mujer, digo que los barcos no se aparcan sino que se atracan. Un coche se aparca pero un barco, se atraca.
–Ah... ¡Caramba, la de cosas curiosas que sabéis los escritores heteros! Entonces, ¿qué? ¿Vendrás a mi barco si te invito?
–Claro que sí, Jenny. Estaré encantado. Y llevaré cinco litros de horchata.
–Pues eso. Luego nos vemos y nos cambiamos el número del móvil. Ahora no, porque no tengo dónde apuntarlo y de memoria ando fatal, fatal. Solo se me quedan las caras. Los números, no. Bueno, ahora tengo que dejarte. Voy a ver si me arrimo a aquel grupo de allí. Es que me parece que quiero ser actriz y el segundo de la derecha es el hijo de un productor de cine. Un tal Manzano. ¿Te suena?
–Sí, claro. Producciones Enrique Manzano.
–¡Ese mismo! No te dejo muy colgado, ¿verdad, Óscar?
–¡No, qué va! En realidad... estoy buscando a una chica que ha venido a la fiesta, pero no la encuentro por ningún lado.
–¡Oooh...! ¿Y te interesa esa chica?
Miré a Jenny afilando la mirada. Era una verdadera maravilla, de una belleza sideral y supersónica. Colocada junto a Elisa, de cada mil hombres, novecientos noventa y nueve se fijarían antes en Jenny. Pero Elisa se bastaba ella sola para confirmar que yo era un hombre entre mil.
–La verdad es que sí, me interesa. La he conocido esta mañana pero estoy casi seguro de que es la mujer de mi vida. Mejorando lo presente.
–¡Huyyy! ¡Pero qué románnntico! –dijo Jenny, poniendo los ojos en blanco–. ¿Y cómo se llama?
–Elisa. Elisa Montoya. ¿Sabes quién es?
–No. Pero si no está por aquí, en el jardín o la piscina... es que está en la casa.
Recitó las últimas seis palabras en un tono cantarín que debería haberme hecho sospechar; pero hablando con Jenny era imposible mantener alta la guardia.
–Ah. Pensaba que en la casa no se podía entrar.
–Sí se puede. Por la puerta lateral. La más cercana a la tapia.
–Bien. Iré a buscarla allí.
–Yo en tu lugar, no lo haría –me dijo, bajando la voz.
–¿Por qué?
–Bueno... los que van a la casa, normalmente es porque andan buscando... intimidad. Ya me entiendes, ¿no?
Y sí. Pasados tres segundos, la entendí perfectamente. La lógica de Jenny era impecable. Como la de un buen matemático gay. Y ser consciente de ello me sentó como un jarro de agua fría. Como un jarro de agua fría en plena cara como método para despertar de una siesta de invierno.
Jenny tenía razón: lo más probable era que, mientras yo me ganaba un puesto vitalicio en el club de los poetas en cueros recitando al peor Espronceda, Elisa estuviese en la casa, haciendo quién sabe qué en brazos de quién sabe quién.
–Bueno... nos vemos. Lo siento, Óscar –me dijo Jenny, a modo de despedida.
Ni siquiera le devolví la sonrisa.
Cuando Jenny se marchó a la caza del hijo del productor cinematográfico, la cabeza me había empezado a dar vueltas a treinta y tres revoluciones por minuto. Se me aceleró el pulso y la respiración se me hizo dificultosa. Necesitaba algo de sosiego antes de tomar las siguientes decisiones. Eché un vistazo a mi alrededor y opté por intentar serenarme dando un paseo en torno al perímetro de la piscina superolímpica.
Era impresionante. El día ya agonizaba y acababan de encenderse unos focos subacuáticos que iluminaban el agua de verde, rojo y blanco, como la bandera de Italia. Seis o siete de los invitados se bañaban en ese momento y, entre ellos, distinguí a un tipo moreno con el trasero muy blanco que buceaba muy cerca del fondo. Inconfundible culo. Enseguida, salió chorreando por la escalerilla más cercana.
–¡Eh, Nico...!
Se volvió y, al reconocerme, alzó los brazos al cielo, como muestra de júbilo, mientras se me acercaba.
–¡Ernesto, muchacho!
–¿Qué tal lo estás pasando?
Sonrió ampliamente y, al llegar junto a mí me cogió por los hombros. Le brillaba la mirada a causa de la dicha. O quizá a causa del cloro.
–¿Que cómo lo estoy pasando? ¡Esto es la bomba, amigo mío! –declaró, entusiasmado, evitando alzar la voz–. ¡La bomba hache! Nunca te estaré lo bastante agradecido por haberme invitado a esta fiesta. Lo digo en serio. A partir de ahora, puedes pedirme lo que quieras: que asesine a tus enemigos, que mienta por ti en un juicio... ¡lo que sea! Incluso puedes pedirme dinero prestado, si algún día llego a tenerlo.
–No será para tanto...
–¿Que no? ¡Para tanto y para más! ¿Te acuerdas de la escena, al final de Blade Runner, cuando Rutger Hauer le dice a Harrison Ford: “He visto cosas que vosotros no creeríais...”
–Claro que me acuerdo. La hemos visto juntos seis veces.
–¡Pues eso es lo que me ha ocurrido a mí en esta fiesta! Estoy descubriendo un mundo nuevo, un universo de posibilidades con el que ni siquiera había soñado hasta el día de hoy. ¡Rayos cósmicos cruzando la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser! Es para quedarse lelo, te lo juro. ¡Qué nivel! Hace un rato he estado jugando a la petanca con dos chavalas de aúpa y una de ellas llevaba un tatuaje... ¡qué tatuaje...!
–¿Cómo era?
–¡Error! La pregunta no es cómo era, sino dónde lo llevaba.
–Vale. ¿Dónde llevaba el tatuaje?
Nico abrió mucho los ojos y volvió a sonreír.
–Lo siento. No puedo decírtelo porque soy un caballero. Pero, a modo de información te diré que solo era visible cuando ella se agachaba para recoger las bolas del suelo.
–¡Sopla...!
–Y ahora vengo de jugar al futbolín con Xiomara. Xiomara, con equis. Pero una equis muy suave: Xiomara... –Nico hacía ondas con las manos mientras lo pronunciaba– Como si soplase la brisa marina... Xiomaaaraaa... Xiomara es morena como el azúcar integral y habla con un acento dulce y exótico como la hoja de la stevia. Un acento como... como de otro mundo. Tú sabes lo que es un piercing, ¿verdad?
–Sí, hombre. Como un pendiente que se pone en la nariz o en...
–¡En la nariz! –me interrumpió Nico–. ¡Sí, sí, en la nariz...! ¿Sabes dónde lleva Xiomara un piercing? ¡Aquí! –exclamó, señalándose la tetilla.
–Caray...
–¡Y tan caray! Tú me has visto jugar al futbolín. Sabes lo bien que se me da, que tengo unas muñecas prodigiosas, sobre todo la izquierda. ¡Pues Xiomara me ha metido siete a cero! ¡Siete! Y eso, que solo salían seis bolas; pero es que hasta me ha metido un gol directo desde su portería que ha dicho que valía doble. No conocía yo esa regla del futbolín, pero cualquiera le lleva la contraria a una tía con un piercing ahí. Claro, imposible concentrarme en el juego. En realidad, no he conseguido ver la pelotita en todo el partido. Yo, lo único que veía era el piercing de Xiomara moviéndose de aquí para allá. Total, que al terminar el encuentro, me ha venido justo para darle la enhorabuena y dos besos y tirarme de punta cabeza a la piscina. ¡Que ya no podía más, Ernesto! No podía más, y se me estaba notando, no sé si me explico... –Sí, sí. Te explicas como un libro abierto. –¡Qué tarde, Ernesto! ¡Qué tarde! Con esto, tengo batallitas para contar hasta a mis bisnietos. ¡Me río yo de las historias que cuentan los que han hecho la mili! ¡Qué mili ni qué mili! ¡Esto sí que da para escribir una novela y no el Ardor guerrero de Muñoz Molina, que era más mala que el aceite de hígado de bacalao! Por cierto, a mí no me vuelvas a recomendar leer nada de Muñoz Molina, que no lo trago. Se me hace bola, ya sabes. Antes de llegar a la página treinta, se me hace bola y no me pasa por el cardias. Prefiero a Mendizorroza.
–¿Quién?
–Mendizorroza. El de Sin noticias de Hulk.
–Mendoza. Eduardo Mendoza. Sin noticias de Gurb.
–¡Ese! ¡Ese sí que es la releche en bote!
Se me quedó mirando, con un resto de sonrisa boba colgando de los labios, como si hubiera estado comiendo merengue. Entonces, pareció recordar algo importante.
–Oye, y... ¿a ti qué tal te va? ¿Has encontrado a Elisa?